Música para una banda sonora vital: Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One Two Three, Joseph Sargent, 1974)

David Shire pone la música de este estupendo thriller de secuestros que combina acción e intriga con un refinado sentido de la comedia negra.

A Dios rogando: El rapto (Rapito, Marco Bellocchio, 2023)

La última, hasta la fecha, película del veterano cineasta italiano Marco Bellocchio mantiene la apuesta por una de las constantes de su amplia y variada filmografía: el cuestionamiento de la ética de las instituciones de poder. En este caso, circunstancia siempre en cierto punto arriesgada cuando se trata de un creador transalpino, el foco de atención es la Iglesia Católica personalizada en el papa Pío IX a través de un hecho real acaecido en 1858, la separación forzosa, a instancias del papado, de un niño de siete años, Edgardo Mortara, del resto de su familia, de religión judía, a partir del conocimiento que se tiene del hecho de que ha sido bautizado clandestinamente, sin el consentimiento de sus padres, y como consecuencia de la ley canónica, que impide que un católico permanezca bajo la tutela de una familia que no profesa esta creencia. El suceso tiene lugar en Bolonia, entonces parte de los Estados Pontificios, el territorio que, bajo la forma política de reino, gobernaba el papa como monarca absoluto hasta que el proceso de unificación italiana limitó sus dominios a la ciudad de Roma y, tras los acuerdos de Letrán de 1929, a los límites de la Ciudad del Vaticano. De ahí que, en contra de lo que dice el mismo título de la película, y a diferencia de lo que afirma la mayoría de sinopsis y reseñas que hablan de ella, no se trate de la crónica de un secuestro (aunque su realización y efectos puedan considerarse equiparables), sino del pormenorizado y extenso (en el tiempo) relato de las infaustas repercusiones que la aplicación de una norma basada en postulados religiosos de legitimidad y justicia más que dudosas, por partidistas y excluyentes, máxime cuando parten de la Inquisición, puede tener en la vida de los ciudadanos comunes, y de las escasas o nulas herramientas de que estos disponen para oponerse a un poder arbitrario y despótico, por más revestido de dignidades espirituales y oropeles políticos que se muestre.

La habilidad del guion de Susanna Nicchiarelli, Edoardo Albinati, Daniela Ceselli y el propio Bellocchio consiste en ligar los acontecimientos que afectan a la familia Mortara y a la comunidad judía de Bolonia con las pinceladas que contextualizan los hechos respecto al largo proceso de unificación italiana, y que hacen que un caso inicialmente privado, el enfrentamiento de una familia con el poder estatal, se convierta en un conflicto internacional cuando Bolonia pasa al reino de Italia y Edgardo permanece en los Estados Pontificios. En paralelo, la película se ocupa del tratamiento psicológico del protagonista como vértice de sus relaciones con quienes lo acogen, el papa y sus agentes, y los compañeros de la escuela vaticana, así como de los efectos que tanto en él como en su familia tiene la separación obligada. Edgardo, todavía una mente sin formar, sufre un rápido y comprensible síndrome de Estocolmo que le lleva a encajar demasiado bien en su nuevo entorno, mientras que su padres sufren su ausencia y, o bien maniobran en busca de ayuda (jurídica, política y religiosa, dentro de su comunidad, lo que genera incluso intentos ilegales de recuperación del pequeño), o se dejan caer en la depresión y la frustración. Pero esta fortaleza del argumento contiene igualmente su debilidad estructural. Aunque la película se muestra sólida y enérgica en la narración de la detención del niño, su traslado forzado a Roma, la ausencia que deja en su familia y las distintas acciones que esta intenta para recuperarlo, todo ello bajo una adecuada atmósfera de drama y pesadilla de tintes casi kafkianos que alimenta un suspense absorbente plagado de incertidumbres, en el aspecto histórico queda demasiado deudora del tránsito temporal señalado a base de irritantes letreros que marcan el paso de los años y su relación con el proceso de unificación de Italia. Ahí es donde el tratamiento flojea, puesto que se alude de oídas a condicionantes de la situación -el eco que tiene el episodio de Edgardo entre los gobiernos extranjeros y la prensa internacional; por ejemplo, el apoyo inicial de Napoleón III de Francia y su posterior cambio de posición-, mientras que en otros aspectos la película renuncia progresivamente a la complejidad y deriva hacia el maniqueísmo. Así, apuntes psicológicos inicialmente esbozados -la duplicidad que experimenta Edgardo, por un lado, su aceptación del statu quo, y por otro, el extrañamiento de su familia; la ambivalencia del muchacho y el papa en su relación personal, ese acercamiento y ese afecto que quedan, no obstante, mediatizados por la voluntad y el férreo dominio del pontífice- quedan repentinamente simplificados y reducidos al antagonismo de buenos y malos desde la base del rechazo a todo fanatismo religioso y a toda imposición de poder, mientras que la carga dramática sufrida por la familia adquiere tintes de folletín, en episodios como, por ejemplo, el reencuentro entre Edgardo y uno de sus hermanos, soldado del ejército de Italia durante la entrada de las tropas en Roma, o bien durante la enfermedad de la madre y el desenlace que esta circunstancia tiene en relación con las posibilidades de encaje del muchacho en su familia.

La película, sin embargo, aunque truncada como melodrama, conserva en todo momento una exquisita pulcritud formal que se beneficia tanto de los escenarios escogidos, interiores (los palacios vaticanos, las dependencias gubernativas, las oficinas diplomáticas, las instancias judiciales) y exteriores (las recreaciones de las calles y plazas decimonónicas de Roma y Bolonia o el tráfico fluvial, algo justas, no obstante, en cuanto a medios, cuando se trata de reflejar instantes socialmente convulsos, ya sean manifestaciones, algaradas violentas o la presencia de los soldados), como del tratamiento de la fotografía, de la dirección artística y del vestuario, que remarcan adecuadamente la suntuosidad y la abundancia de la corte papal y lo que implica el contraste entre la vida teóricamente dedicada a la dimensión espiritual en un marco de riquezas materiales y escenarios repletos de obras de arte, lo cual, a su vez, simboliza la dualidad entre los buenos propósitos alimentados por la fe y la aplicación autoritaria del rodillo de poder terrenal. El trabajo de cámara y el guion contribuyen decisivamente a crear una serie de viñetas de hermosa factura técnica y mensaje de contundente calado, en secuencias de contenido onírico -como la de Edgardo y el Cristo que tanto le impresiona- o en frescos en movimiento de estimable composición formal y apreciable textura plástica, que sirven al fin de mostrar la grandeza avasalladora del poder vaticano frente a los insignificantes ciudadanos anónimos, en contraste con el devenir de la narración y cómo estas posiciones se invierten a medida que Italia se impone sobre su adversario papal, en un cine de mundos, estructuras sociales y concepciones mentales y morales que desaparecen, próximo a la óptica de Visconti. El excelente tratamiento formal no va a acompañado, por tanto, de un desarrollo dramático equiparable, que a lo largo del extenso metraje (quizá demasiado) de dos horas y cuarto va decantándose desde un planteamiento rico y contradictorio de dinámicas de fe y pensamiento encontradas, hacia la simplicidad de posturas maniqueas inamovibles solo rota en una escena que resulta algo caprichosa de tan abrupta, lo que no impide que la película se erija en pertinente testimonio de tolerancia y oposición el dogma y al autoritarismo, más en un tiempo en que, en la propia Italia particularmente, pero también fuera de ella, estos recordatorios no van resultando ociosos.

Cine de verano: No abras nunca esa puerta (Carlos Hugo Christensen, 1952)

Thriller argentino adaptado a partir de dos relatos de William Irish (o Cornell Woolrich, que tanto monta) por Alejandro Casona, que se estructura en dos episodios independientes, con la ironía macabra como nexo común.

Palabra de Robert Mitchum

“Tengo la misma actitud que tenía cuando comencé. No he cambiado nada más que mi ropa interior. He hecho de todo, menos de enano y de mujer. La gente no puede decidir si soy el mejor actor del mundo… o el peor. De hecho, yo tampoco. Se ha dicho que minimizo tanto que podría haberme quedado en casa. Pero debo ser bueno en mi trabajo, o no me transportarían por todo el mundo a estos precios”.

«La cárcel es como Hollywood, pero la gente tiene más clase».

«La gente cree que tengo un modo interesante de caminar; yo solo intento meter barriga».

«Tengo dos estilos de actuación: con caballo y sin caballo».

«La única diferencia entre mis compañeros actores y yo es que yo he estado más tiempo en la cárcel».

«Cada dos o tres años lo dejo por un tiempo. De esa manera siempre seré la chica nueva del prostíbulo».

«Estos niños de ahora solo quieren hablar de métodos de actuación y de motivación. En mis tiempos de lo único de lo que hablábamos era de sexo y de horas extras».

«Claro que me alegré de ver a John Wayne ganar el Oscar. También me alegra siempre ver a la señora gorda ganar el Cadillac en la televisión».

«Empecé siendo un fanático del sexo, pero no pude pasar el examen físico».

«Las estrellas de hoy son solo imágenes de masturbación».

«Las películas me aburren, especialmente las mías».

«¿Cómo me mantengo en forma? Paso mucho tiempo tumbado».





Un baile a la amistad: Siempre hace buen tiempo (It’s Always Fair Weather, Stanley Donen y Gene Kelly, 1955)

Genuina muestra del esplendor formal del musical clásico, en particular del estilo que definió a la unidad de producción que dirigiera Arthur Freed en el seno de la Metro Goldwyn Mayer, esta película de Stanley Donen y Gene Kelly -también protagonista, o uno de ellos…-, con no pocas reminiscencias de su anterior Un día en Nueva York (On the Town, 1949), se beneficia de la concurrencia de talentos y presupuestos que se dieron cita en el estudio del león desde el final de la guerra hasta mediados de los cincuenta. La música de André Previn, la fotografía en Cinemascope de Robert Bronner, el guion de Adolph Green y Betty Comden, la dirección artística de Cedric Gibbons, la dirección de Donen y Kelly y la presencia destacada en el reparto de este junto a Cyd Charisse, conforman un cóctel pletórico de energía y fuerza que refleja el proceso de reconstrucción del ánimo nacional durante la posguerra mundial, focalizado en tres antiguos camaradas de armas, Ted (Gene Kelly), Doug (Dan Dailey) y Angie (Michael Kidd), que, de regreso en Nueva York, pactan reunirse en esa misma fecha diez años después, en el mismo bar que había protagonizado sus sonadas correrías, para relatarse mutuamente cómo han retomado sus vidas, los avatares de sus nuevas carreras profesionales y de sus relaciones sentimentales, y celebrar así la vida. Cuando ese momento llega, sin embargo, no todo ha salido como se prometían, les puede el desánimo y la frustración. Pero lo más grave, con todo, es que los antiguos compañeros ahora no se reconocen, han perdido aquello que tenían en común, la amistad se ha disuelto, son auténticos extraños los unos para los otros.

Tras el espléndido prólogo en el que, después de asistir al desengaño amoroso de Ted, los amigos se conjuran para recuperar sus vidas, crecer y reencontrarse, pacto espectacularmente sellado con el largo número musical nocturno, de bar en bar, en el que los tres amigos juegan con las tapas de los cubos de basura o con las puertas y ventanas de un taxi amarillo, y al final de un divertido y brillante encadenado de tomas que muestran la evolución de las andanzas de Doug y Angie en contraste con el estancamiento de Ted a lo largo de esos diez años, la película se centra en el proceso de recuperación de la amistad de los tres exsoldados y, también, y al mismo tiempo, de su propia autoestima y de su empeño por conseguir sus sueños: Doug, que aspiraba a ser un gran pintor, no es más que un diseñador de campañas publicitarias de Chicago que está a punto de divorciarse de su mujer; Angie regenta en su pueblo un pequeño local de comidas al que gusta llamar restaurante; Ted, tras tocar muchos palos y no asentarse en ninguno, juega a ser promotor de boxeo de una gran promesa que va a consagrarse en el combate de su vida. Cuando el programa de televisión de Madeline Bradville (Dolores Gray) se queda sin historia para su emisión semanal, a Jackie Leighton (Cyd Charisse), ejecutiva del canal a la que Ted pretende, se le ocurre utilizar la historia de los tres antiguos amigos, ahora casi completos desconocidos forzados a convivir por unos días en la Gran Manzana, en busca de una reconciliación en horario de máxima audiencia. A la rivalidad y antipatía que surge entre ellos se une otra dificultad: los planes del crimen organizado para amañar el combate del pupilo de Ted.

Un guion bien armado acompaña la luminosa puesta en escena de Kelly y Donen, sustentada en un espectacular uso del Cinemascope y del color, y en particular en la excelsa labor de construcción de decorados del equipo de Cedric Gibbons, que reconstruye los exteriores neoyorquinos, las populosas avenidas repletas de locales nocturnos, de marquesinas de teatros y de escaparates comerciales, frecuentadas por multitud de personas entre el abundante tráfico de la hora punta, en el interior del estudio. En este marco tiene lugar uno de los números más recordados de la película, aquel en el que Ted, acosado por los esbirros del mafioso que le persigue (Jay C. Flippen), se pone unos patines y baila en la vía pública, incluso dando pasos de claqué. Los briosos números musicales combinan con otros más cómicos, como el que realiza Dan Dailey en la mansión del jefe de la delegación de su empresa en Nueva York o, sobre todo, el que protagonizan unos boxeadores en el gimnasio, que, tras un simpático preludio, sirve al lucimiento de Cyd Charisse. Romance, amistad, enredos, equívocos y una chispa de bajos fondos ligados al mundo del boxeo se combinan en una atmósfera de vodevil, punteada con un puñado de buenos diálogos y réplicas ágiles, que sin abandonar una perspectiva optimista y un tono ligero y amable, refleja en segundo plano, pero de manera determinante, ciertos cambios en la mentalidad de la sociedad estadounidense de posguerra: el protagonismo de la mujer en empleos destacados (en la publicidad y en la televisión), el peso de la mercadotecnia en la nueva dinámica consumista de la era Eisenhower, el boom económico de crecimiento y desarrollo de mediados de los años cincuenta y el rearme anímico y material del país tras dos décadas presididas por la depresión y por la guerra. En este punto, el trío protagonista representa un reverso alegre y despreocupado de los antihéroes del cine negro cuyas turbias andanzas se originaban y alimentaban de sus dificultades para reintegrarse a la vida civil, del mismo modo que la luz y el color de la película se oponen a los claroscuros y a la claustrofobia del noir (a pesar de que la película se filma en estudio, con telones pintados allí donde no llega la minuciosa reconstrucción de calles y edificios).

Una comedia con finales felices en las que el triunfo del amor, del reencuentro, de la reconciliación, del deseo de continuar luchando por la consecución de los propios anhelos se reviste del éxito económico y social, en la mejor tradición de un género, el musical, que, además de ser un canto (y un baile) al amor y a la amistad, es, sobre todo, en su formulación clásica, una manifestación de complacencia y satisfacción con un modo de vida y un sistema de valores en los que las oportunidades están al alcance de la mano, o de un paso de claqué. Sin embargo, con esa extraña condición premonitoria que el cine manifiesta en ocasiones, la película sirvió igualmente de advertencia acerca del desamor y del final de la amistad: cuando Gene Kelly inició un romance con la primera esposa de Donen, su amistad se rompió, y el director terminó abandonando el estudio para no coincidir con su antiguo amigo. Fue su última película juntos, y es que no siempre hace buen tiempo a gusto de todos.

Música para una banda sonora vital: Crueles intenciones (Cruel Intentions, Roger Kumble, 1999)

Bitter Sweet Symphony, todo un clásico moderno de la banda The Verve, basado a su vez en un tema de The Rolling Stones, cierra esta traslación al mundo de los niños pijos del Manhattan de finales del siglo XX de Las amistades peligrosas, la obra inmortal de Choderlos de Laclos. Muy lejos del nivel de calidad de las adaptaciones de Milos Forman y Stephen Frears, contó con el favor general de la crítica y la aceptación del público joven, atraído por algunos de los nombres de su reparto, y a pesar de la desastrosa dirección de Roger Kumble, que debutaba en la pantalla grande y cuya carrera no ha llegado a ningún lado. Un poco como los intérpretes de su película, y también como The Verve, de los que poco más se supo.

Cine en fotos: Joan Harrison

La productora y guionista británica Joan Harrison tuvo una larga relación profesional con sir Alfred Hitchcock, para el que escribió los guiones de Posada Jamaica (Jamaica Inn, 1939), Rebeca (Rebecca, 1940), Enviado especial (Foreign Correspondent, 1940), por la que fue la primera mujer nominada al Premio de la Academia al Mejor Guión Original, Sospecha (Suspicion, 1941) y Sabotaje (Saboteur, 1942). También escribió el guión de Aguas turbias (Dark Waters, André De Toth, 1944) y fue escritora no acreditada de Nocturno (Nocturne, Edwin L Marin, 1946) y Persecución en la noche (Ride The Pink Horse, Robert Montgomery, 1947), de las que también fue productora. Sus créditos en esta función incluyen además La dama desconocida (Phantom Lady, Robert Siodmak, 1944), Pesadilla (The Strange Affair Of Uncle Harry, Robert Siodmak, 1945) y No me creerán (They Won’t Believe Me, Irving Pichel, 1947). Más adelante fue productora de televisión y escritora, ente otros trabajos, para Alfred Hitchcock Presenta (1955-1962) y La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965). Estuvo casada con el novelista Eric Ambler desde 1958 hasta su muerte, a los 87 años, en 1994, en Londres.

Testimonio de Serie B: En un aprieto (Tight Spot, Phil Karlson, 1955)

 

También conocida en España como Testimonio fatal, en un alarde dramático de una grandilocuencia digna de las sobremesas de Atresmedia, y dirigida por Phil Karlson, uno de los reyes de la serie B con un puñado de títulos merecedores de mayor consideración –Trágica información (Scandal Sheet, 1952), El cuarto hombre (Kansas City Confidential, 1952), Calle River 99 (99 River Street, 1953), El imperio del terror (The Phenix City Story, 1955)…-, se trata de un entretenido thriller en torno a la protección de una valiosa testigo que, sin embargo, se mantiene reacia a colaborar. Tras el asesinato del más importante confidente de las autoridades cuando se disponía a testificar ante el tribunal contra Benjamin Costain (Lorne Greene), un jerarca mafioso, la última esperanza del fiscal Lloyd Hallett (Edward G. Robinson) reside en la reclusa Sherry Conley (Ginger Rogers), condenada en su momento por dar cobijo a un fugitivo, que es puesta bajo custodia del teniente de policía Vince Striker (Brian Keith). Confinada en una habitación de hotel hasta el día fijado para su declaración, los hombres de Costain ponen en práctica toda una serie de maniobras y estrategias en busca de que Sherry no pueda testificar, mientras que el fiscal y el policía tratan de convencerla de que lo haga. Así, es la descarada, socarrona y algo vulgar Sherry el eje sobre el que se articula la lucha entre la ley y el crimen organizado en la ciudad de Nueva York, si bien el objetivo de Hallett no es encerrar a Costain, sino deportarlo: su intención no es que la mujer revele la participación del mafioso en la comisión de delitos capitales que impliquen su condena y prisión, o tal vez algo más, sino que acredite, como testigo presencial, la realización de ciertas prácticas ilegales, como son la introducción ilegal de personas en el país, que quiebran el juramento de lealtad pronunciado por los ciudadanos extranjeros para obtener su permiso de residencia, y cuya vulneración implica su expulsión de territorio estadounidense. Una premisa, adaptada de una obra teatral de Leonard Kantor por el guion de William Bowers, que recuerda, con muchos matices, al episodio real de la deportación del famoso Charles Lucky Luciano.

La puesta en escena de la película, así como la estructura de su guion, denotan, quizá excesivamente, la deuda con su origen teatral. Situada en escenarios reducidos (en particular, la habitación de hotel, con un breve preludio en la prisión y un aún más breve epílogo en la sala del tribunal, a los que se añaden el paso por algunos despachos y por un aparcamiento), la dirección de Karlson trata de paliar su dependencia de este estatismo formal con las herramientas habituales, es decir, fragmentando los espacios por medio de la utilización de distintas perspectivas y angulaciones de la habitación 2409 del hotel St. Charles, incluso sacando la cámara al otro lado de la ventana para mirar hacia dentro, y haciendo que los personajes se desplacen continuamente por ella, entren o salgan, y también colocando secuencias de transición, ubicadas en exteriores, que conectan un escenario con otro y que preferentemente tienen lugar en las cercanías de los edificios o en el interior de vehículos en circulación que se mueven entre uno y otro. En paralelo, tiene lugar el proceso de transformación de los personajes principales: Sherry, desde el punto egoísta y resentido de quien, castigada por la sociedad, ve cómo esta requiere ahora de su participación apelando a los mismos valores que sirvieron para excluirla y encerrarla; y Striker, cuyo celoso cumplimiento de las normas choca con el carácter disoluto y desafiante de su protegida, mientras que, al mismo tiempo que su actitud hacia ella varía hacia el extremo opuesto, su conducta real obedece a un cambio sobre el que pivota el giro de guion que domina el tramo final del filme. Por su parte, la interpretación de Edward G. Robinson como fiscal es más bien de perfil bajo; siendo consciente de su condición secundaria, deja cancha abierta en escena a sus compañeros de reparto. En cuanto a Lorne Greene, su personaje es de una pieza, y lo interpreta como tal. En este apartado interpretativo, destaca especialmente el trabajo de Ginger Rogers, que para nada buscar disimular el efecto de sus cuarenta y cuatro años en su rostro y en su figura, pero que demuestra una vez más su talento como actriz, como ha hecho prácticamente siempre que se ha alejado del género musical. En esta ocasión, su celebrada vis cómica se reduce a la ironía y al sarcasmo, recurso que, a fuerza de reiteración, resulta incluso irritante, pero que se sostiene mejor que la algo forzada mutación final de su carácter.

La película, que transita por los lugares comunes propios de su subgénero, el de protección de testigos cruciales (antagonismo de caracteres, choque entre el interés personal y el deber público, claustrofobia y atmósfera permanente de amenaza, acción y violencia en las tentativas de agresión y en las consiguientes respuestas defensivas, tentativas de soborno, relaciones del hampa con elementos turbios de la policía dispuestos a plegarse a sus intereses, traiciones y dobles juegos…), necesita proporcionar un final acorde con los dictados del Código de Producción, por lo que el desenlace, justo tras el clímax del giro de guion que lo condiciona todo, conduce al inevitable castigo de los culpables (incluido alguno no inicialmente previsto) y a la redención, por medio del sacrificio, de quienes todavía conservan un ápice de rectitud moral que los lleva a dudar. La conclusión, sin embargo, aunque mesurada y coherente en lo que se refiere al personaje de Striker, resulta algo precipitada y «peliculera» en lo que respecta a Sherry pero, sobre todo, resulta involuntariamente abierto e interpretable, para nada tan cerrado y determinante como tal vez le gustaría a los responsables de gestionar la aplicación del Código. Así, como en la vida misma, queda en el aire, o a la interpretación del espectador, decidir si el final es tan feliz como una lectura explícita de las imágenes invita a pensar, o si fuera de cuadro pueden todavía operar fuerzas e intereses que conduzcan a un final «real» muy distinto, en el que los Striker y los Conley salen derrotados, y los Costain y los Luciano caen de pie y sobreviven.

Cine de verano: Diamantes de la noche (Démanty noci, Jan Nemec, 1964)

Dos muchachos judíos escapan del tren que los transportaba a un campo de concentración nazi. Durante el camino, entre ensoñaciones de su vida anterior, intentan sobrevivir como pueden, pero también se enfrentan a nuevas amenazas de persecución y captura.