Se entiende
por ciencia los descubrimientos habidos en el campo de
la filosofía natural, es decir, que tratan de explicar
la naturaleza. En este apartado nos ocuparemos de la ciencia en
el periodo medieval.
Los grandes
artífices de la misma fueron los griegos clásicos,
quienes llegaron a escribir numerosos tratados científicos
que fueron la base del interés de los romanos por el estudio
de la naturaleza, sobre todo en las tierras orientales, donde
dominaban el latín y el griego.
Sin embargo,
los romanos no hicieron lo mismo, sino que se limitaron,
en el mejor de los casos, a traducir o resumir las obras helenísticas
clásicas.
Tras la caída
del imperio romano, en los primeros tiempos de la Alta Edad
Media, se produjo un retroceso, debido en gran medida a la
división del continente europeo entre Oriente y Occidente,
quedando este último con escaso acceso a los tratados originales
en griego. Por fortuna, este paso atrás quedó amortiguado
gracias al papel jugado por los monasterios, donde los monjes
copistas copiaron trabajosamente en los scriptoria numerosísimos
tratados (religiosos, literarios, científicos y de todo
tipo) cuyos originales estaban escritos en latín, pero
también en griego.
Con el interés
carolingio por la antigüedad clásica griega
y romana, comenzó la recuperación del estudio filosófico
de la naturaleza, principalmente a través de las obras
en latín, pero también hubo eruditos que entendían
el griego, de manera que se recuperaron algunas obras de autores
clásicos gracias a los contactos con el imperio bizantino.
El
interés medieval por la ciencia
Carlomagno
fue el primero que trató de cambiar este orden de cosas,
y se rodeó para ello de eruditos que, procedentes en su
mayoría del clero, mostraron interés por la antigüedad
clásica en todas sus facetas.
Alcuino,
pilar fundamental de la reforma intelectual llevada a cabo por
Carlomagno, trató de recuperar el saber clásico
en la creación de escuelas que podían ser varios
tipos según los responsables de las mismas: escuelas monacales
dependeinete de los monasterios (por ejemplo la Escuela Monástica
de Auxerre), escuelas cetedralicias regidas por los canónigos
de las catedrales, escuelas municipales bajo el auspicio de un
ayuntamiento y las escuelas palatinas (como la Escuela Palatina
de Carlos el Calvo Escoto Erígena), junto a las cortes.
De todas ellas, las más importantes fueron las escuelas
monacales y las catedralicias.
Estas escuelas
centraron sus programas de estudio a partir de las siete artes
liberales, distribuidas en dos grupos: el trivium y el quadrivium;
el primero incluía las materias literarias (gramática,
retórica y dialéctica), mientras el segundo se correspondía
con las enseñanzas científicas (aritmética,
geometría, astronomía y música). La creación
de escuelas en las que se impartían las enseñanzas
basadas en esta organización permitiría, con el
paso de los siglos, la aparición de las Universidades
La creación
de estas instituciones intelectuales de desarrollo y transmisión
del conocimiento que conocemos como universidades es uno de los
avances más decisivos para la historia de la humanidad.
Sin embargo, raramente se destaca como un invento medieval que
debemos al germen iniciado, prioritariamente, en las escuelas
catedralicias.
En estas universidades, el campo
de la filosofía natural (lo que llamaríamos en la
actualidad las ciencias de la Física y la Química)
que se centraba en el mundo natural disponía de gran libertad
intelectual. Se puede asgurar que, en general, había soporte
religioso para la ciencia natural y el reconocimiento de que ésta
era un importante factor en el aprendizaje.
Con el tiempo,
los estudios escolares de las universidades mediante el desarrollo
de la lógica o dialéctica acrecentaron el interés
por la indagación especulativa, que llevaría a la
Escolástica.
El impulso
acabó por confirmarse hacia el siglo XII, cuando al anterior
interés carolingio se sumó el contacto con el mundo
árabe, proveniente de Oriente, el cual había tenido
acceso directo al conocimiento griego clásico del Imperio
Romano de Oriente (Imperio Bizantino cristiano) por lo que estaba
científicamente más avanzado.
Las traducciones llevadas
a cabo en el sur europeo (España e Italia) permitieron
importantes avances en el campo de la astronomía, la matemática,
la botánica y la medicina, entre otros.
A esto se sumó
la creación de las primeras universidades, a mediados de
siglo, y la aparición de unas nuevas órdenes religiosas,
las mendicantes, que defendían la fe cristiana mediante
el uso de la razón (principalmente, dominicos y franciscanos).
El estudio de las principales obras de la filosofía natural,
cuyos autores más representativos eran Aristóteles,
Platón, Ptolomeo, Arquímedes
o Galeno, fue desarrollado por autores de la Escolástica.
Ésta consideraba la naturaleza como un sistema coherente
de leyes que podían ser explicadas por la razón,
dando un mayor énfasis a la lógica y defendiendo
el empirismo.
Los
autores en la ciencia medieval
Uno de los primeros escolásticos
fue el obispo de Lincoln Robert Grosseteste (1168-1253),
considerado como el fundador del pensamiento científico
en Oxford, y que realizó estudios sobre astronomía,
geometría y óptica; partiendo del pensamiento aristotélico,
propugnaba por extraer de las observaciones particulares una ley
universal, a partir de la cual se pudieran prever situaciones
particulares, señalando la necesidad de utilizar experimentos
para verificar teorías.
Alumno suyo fue el franciscano
Roger Bacon (1214-1294), quien establece unas pautas a
seguir en lo que se conoce como el método científico,
un ciclo repetido de observación, hipótesis, experimentación
y verificación independiente de los hechos naturales; destacó
en el campo de la mecánica, la geografía
y la óptica. El interés de ambos por esta
última materia posibilitaría los posteriores avances
en la astronomía y la medicina, tras la invención
del telescopio y el microscopio, amén de la generalización
de las gafas en el siglo XII.
Un acérrimo defensor
de la coexistencia pacífica entre ciencia y religión
fue San Alberto Magno (1193-1280), quien introdujo en las
universidades la ciencia griega y árabe. Su más
conocido discípulo fue Santo Tomás de Aquino (1227-1274),
quien integró la tradición aristotélica en
la escolástica. Ambos eran dominicos.
Un paso más avanzado
se consiguió con el teólogo franciscano Duns
Scoto (1266-1308), quien contestó las teorías
de Tomás de Aquino y Alberto Magno, estableciendo la separación
entre razón y fe; según él, la fe no podía
llegar a ser comprendida por la razón, de manera que la
filosofía debía separarse definitivamente y ser
independiente de la teología. Para concluir, uno de sus
discípulos acabó por señalar uno de los principios
fundamentales de la ciencia. Se trata de Guillermo de Ockham
(1285-1350), quien iba a establecer la base de lo que sería
más adelante el método científico y el reduccionismo
en la ciencia: según él, para explicar un hecho
hay que escoger siempre la explicación más sencilla
de entre todas las que sean igualmente válidas; esto es
lo que se conoce como la Navaja de Ockham. Entre sus seguidores
cabe citar a Jean Buridan (1300-1358) y Nicolás
Oresme (1323-1382), quienes avanzaron en el conocimiento de
las leyes de la física como el movimiento de los objetos
en caída libre (Buridan, con lo que fue el precursor de
las leyes de la dinámica de Galileo y de Newton), o la
astronomía (Oresme señaló la posibilidad
de que en el espacio existieran otros mundos habitados).
(Autor
del texto del artículo/colaborador de ARTEGUIAS:
Javier Bravo y David de la Garma)