Los albatros sabios (Marta Brunet)

Resulta que había una vez una isla muy linda, rodeada de agua –lo que es muy natural, ya que era una isla--, con su festón de espuma y su faro y todo. Se llamaba la isla de los Albatros, porque en los acantilados vivían innumerables pájaros de esa familia. Se me olvidaba decir que el agua que rodeaba esa isla era salada, de mar Pacífico, verde y llena de peces.

Bueno.

En la isla de los Albatros habitaba una cantidad de hombres ocupados en cultivar la tierra, rica en toda siembra, y que, además, en las tardes echaban las redes al mar, retirándola al alba, rebosantes de pescados llenos de susto y de escamas de plata azul. Cada cual tenía un terreno y su casa de techo rojo, y el mar, el cielo y el aire eran de todos, como también lo era el trabajo que equitativamente se repartían. Y eran todos felices, simples y puros en esa vida primitiva en que no se conocía el dinero.

Pero de pronto todo cambió, porque un hombre se entregó al feo vicio de la avaricia. Este hombre se llamaba: DON BERNABÉ PEÑA, según rezaban sus tarjetas de visita.

Este DON BERNABÉ PEÑA era antes sencillamente Bernabé Peña, uno de los tantos pobladores de la isla de los Albatros, con risa y canto en la boca y en los ojos, con felicidad en el corazón y en su claro hogar, con satisfacción en su trabajo de labriego y pescador.

Pero un día le avisaron a Bernabé Peña que un tío suyo había muerto en el Continente, dejándolo por heredero de su fortuna. Y algún tiempo después le entregaron un baúl lleno de monedas y de billetes, un baúl que llegó en un vaporcito con cuidadores y carabineros, lo mismo que si fuera un gran personaje.

Cuando uno de los guardianes le entregó el tesoro a DON BERNABÉ PEÑA, le dijo:

—Es usted poderoso. Con este dinero puede comprarse toda la isla. Sería usted el amo y señor, igual que un rey. Lo felicito.

Y desde entonces comenzó la infelicidad de Bernabé Peña y la de todos los habitantes de la isla de los Albatros. Y desde entonces también Bernabé Peña fue transformándose en DON BERNABÉ PEÑA.
Porque resulta que al principio miró con cierto desdén y con un poco de desconfianza el famoso baúl con dinero, pero poco a poco se fue habituando a contar las monedas y billetes, y los hacía montoncitos y los hacía fajos, y a unos les ponía papeles azules y a otros cintitas verdes. Y la comprobación de su riqueza hizo germinar en su cerebro la idea que le insinuara el guardián, de comprar casa por casa y parcela por parcela la isla de los Albatros, hasta convertirse en su dueño único.

Fue de habitante en habitante, ofreciéndoles dinero a cambio de su hacienda, dinero, esa cosa maravillosa, por cuya posesión los hombres del Continente se afanan y se pelean y se matan. Dinero. Y los habitantes todos de la isla de los Albatros cayeron en la tentación y entregaron a cambio de las monedas y de los billetes sus viviendas y sus tierras a DON BERNABÉ PEÑA. Pero cuando tuvieron el dinero y se le pasó la novedad de contemplar las redondelas de oro en sus manos, vieron sorprendidos que con «aquello» no se comía, e inquietos miraron las tierras que ya no les pertenecían y las casas cuyo alquiler debían pagar y las barcas pescadoras que tampoco eran suyas. Protestaron. Dijeron «injusticia». Hubo gritos. Y riñas. Y heridos. Y hasta muertos. Pero todos terminaron por inclinar la cabeza y seguir trabajando en la tierra y en el mar, como jornaleros de DON BERNABÉ PEÑA, llevándose éste, todos los beneficios y haciendo sentir en todo momento que era el AMO.

Y a las riñas siguieron la miseria y el odio.

Y el hombre poseedor de toda la isla de loa Albatros era profundamente infeliz, sin risa y sin canto en la boca, rodeado de maldiciones, con la avaricia haciéndolo fraguar nuevas maneras de explotación, con el corazón destilando recelos y amenazas.

Y resulta que entonces en la isla de los Albatros pasó algo muy extraño, que nadie supo explicarse, pero que yo les voy a contar a ustedes.

Resulta que una noche se juntaron, en una roca que caía de golpe en el mar, todos los albatros de la isla, capitaneados por uno que llamaban Patachueca, porque en realidad tenía volteada hacia adentro la derecha. Por viejo y por haber vivido en todos los puertos del mundo en sus juventudes, era el Jefe, y habló a los demás, que oían muy calladitos y atentos:

—Los hombres de la isla van a terminar por matarse unos a otros, enloquecidos por la miseria y por el odio. Hay que impedirlo.

—¿Cómo? —preguntaron a coro.

—Hay que hacer desaparecer el dinero de Bernabé Peña y el poco que aún tengan los demás. Para este trabajo tenemos de aliadas a las señoras Ratas, que ya están prevenidas. Ellas romperán los sacos y los baúles en que están guardados los dineros, y nosotros los tiraremos al mar. Hora de consigna para comenzar el trabajo salvador: medianoche.

Un Albatros joven pidió la palabra, que le fue concedida:

—¿Y no vamos a castigar al hombre de corazón duro como su nombre? ¿No es acaso el causante de todas estas desgracias? ¿No fue acaso él quien lo emponzoñó todo con su maldito dinero?

Patachueca contestó:

—En cuanto el dinero desaparezca, será Bernabé Peña el buen hombre de antes.

Todos los Albatros dieron un graznido de asentimiento y esperanza. Y como la Brisa llegara a avisar que era el filo de la medianoche, cada cual tomó distinta ruta, buscando las casas de los hombres y el dinero, que ya las señoras Ratas ponían a su alcance.

Y resulta que cuando los hombres de la isla de los Albatros despertaron a la mañana siguiente, se encontraron con que habían sido robados misteriosamente, y que nadie, nadie, ni el mismísimo DON BERNABÉ PEÑA, tenía una sola moneda ni un billete.

Gritaron de nuevo, se echaron la culpa unos a los otros. Hubo gestos de amenaza y otros convulsos de ira. Una vez más se apalearon. Otra ver fueron apaleados por DON BERNABÉ PEÑA, enloquecido de rabia. Y hubo un muerto. Pero empezaron a convencerse de que nadie tenía el dinero. Creyeron en piratas venidos del Continente. Y poco a poco la calma se fue haciendo en los corazones. Y como DON BERNABÉ PEÑA no tenía con qué pagar el trabajo de sus jornaleros y no tenía tampoco qué comer, tuvo que volver a su trabajo de antes y a dejar que cada cual habitara su casa y trabajara su campo y aparejara su barca —lo que le había pertenecido por ley de trabajo antes que el dinero hiciera su aparición siniestra—, volviendo la isla de los Albatros al feliz tiempo en que todos eran felices.

Y lo curioso es que DON BERNABÉ PEÑA dejó al poco tiempo de ser DON, y las letras de su nombre se fueron achicando en la conciencia de todos, al par que lo veían descender de su pedestal de avaricia y orgullo, para terminar al mismo nivel que los otros habitantes de la isla, campesino y pescador. Es decir: volvió a ser el mismo Bernabé Peña de sus comienzos, con canto y risa en la boca y en su hogar una clara felicidad.

FIN

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