martes, 1 de marzo de 2011

De La Tragedia, De Soren Kierkegaard


Por Guillermo Pérez La Rotta
Docente
Departamento de Filosofía

SÖREN KIERKEGAARD
En este lúcido ensayo Kierkegaard se pregunta cómo pueden ser aproximadas las características de la tragedia antigua y la moderna. Y ello bajo un criterio: la modernidad está signada por lo cómico, a su vez motivado por el aislamiento general de los individuos. Algunos de sus signos son la necesidad artificial de asociarse, la desesperanza y la debilidad de la religión. 

Todo ello confluiría en que nuestra época está marcada por la responsabilidad no asumida: eso es lo cómico. Cuando lo subjetivo se impone como norma de valor, una persona hace valer su contingencia frente a la necesidad de la evolución y ello resulta risible. Kierkegaard recuerda, de acuerdo con Aristóteles, que en la tragedia antigua la acción no procede simplemente del carácter (como halo de subjetividad), ni es tan reflexiva. El monólogo no se fusiona con la acción. El diálogo no es tan diáfano. La acción se une al suceso, al destino, la familia y el estado que engloban la fatalidad que atañe al individuo.
Naturalmente el héroe cae como consecuencia de su acción y allí padece, pero ese padecimiento está entregado al orden y desorden del mundo. Esto otorga a la tragedia antigua una dulzura incomparable. En cambio la tragedia moderna implica un héroe reflexivo en grado sumo, que depende totalmente de sus acciones. Está aislado y todo es situación y réplica, como arrojado en el mundo bajo una contingencia. Esta diferencia sobre aspectos capitales marca el sentido de la culpa: en la tragedia antigua es una acción que oscila entre el actuar y el padecer, y en esto consiste el conflicto trágico. Por eso es menos “moral” que la tragedia moderna, donde hay intensa reflexión y el individuo está abandonado a sí mismo, donde el personaje recibe la fuerza enorme de una culpa que deja al mundo indiferente, para que solitariamente sobrelleve el peso del mal que asumió. Ya no hay conexión entre la culpa y el mundo.  

Hay dos extremos con las cuales no debe coincidir el fallo trágico: la total inocencia o una culpa absoluta, la fulguración de un mal que atravesaría totalmente a la conciencia; cuando el personaje es “malo” ya no hay tragedia. El sentido de lo trágico antiguo está entre esos términos extremos. Lo fatal no ha de transfigurarse en pura subjetividad. Todo ello importa, según Kierkegaard, para pensar la tragedia de hoy, advertir si el sino del personaje tiene relación con unas causas sociales, políticas, o religiosas que entran en juego como fatalidad y no dejan sólo al héroe, porque este contiene y vive en su alma un padecimiento que en la misma medida afecta al mundo, que sobrepasa con dulzura la racionalidad humana para entregar el significado de un destino innombrable. Esa sería la condición de una aproximación entre tragedia antigua y moderna. Lo trágico ostenta una virtud sanadora y una melancolía. Induce a pensar profundamente en el curso del mundo, y a reconciliarse finalmente con él. En cambio si uno intenta ganarse totalmente a sí mismo, eso resulta cómico. Porque se aísla de todo lo que lo sostiene: familia, religión, cultura o incluso el estado, y se hace risible relatividad. Es claro que Kierkegaard critica la modernidad que intensifica la vivencia subjetiva. En contraste, quiere mostrar el camino por donde transita lo trágico: el sentido de época, de tradición de un ethos, que en todo caso acoge a un individuo, y le entrega sutiles incitaciones para su acción, que muestra el curso de las cosas como lo que son: condiciones del mundo, como algo que puede ser dulzura. Basta con ser relativo hacia algo que aún puede ser misterioso: el destino, la vida, aún el azar cabría. Una atribución del mundo que sigue siendo para nosotros majestad para sentirla misteriosamente. De ese modo, el individuo es rigurosamente feliz si está sumergido en la tragedia. Y esto tiene un sentido estético, afirmativo, como lo entiende también desde otro rincón del pensamiento, el propio Nietzsche. Lo trágico acuna. Tiene un contraste con el mal, la moral, la caída y la resurrección, la condena y la salida feliz, propias de la religión. Lo estético alivia en la falta, porque a la vez afirma con goce pleno la realidad del mundo que hay que poner ante los ojos para saldar reflexivamente el necesario encuentro con ella; la religión alivia después de pecar, a través de un resarcimiento moral que además viene de una norma que se supone absoluta. El que peca tiene la ilusión de que su dios castiga y resarce, en eso se cifra todo su movimiento vital. Nunca comprende de verdad el estado del mundo como la tragedia que es. Se puede no ser cristiano, y eliminar esa opción de ver el gran contraste entre la estética y la moral absoluta, como propone Nietzsche en Origen de la tragedia. (Ensayo de autocrítica. Numeral 5). Ir incluso hacia una dimensión de inocencia fundamental que se conecta con una ontología más allá del mal y del bien. Pero Kierkegaard ve en cambio que estamos entre lo trágico y lo religioso.

El anterior problema de la culpa, de la acción y el destino, se ve bajo una nueva óptica cuando se aborda la cuestión del terror y la conmiseración, que refieren al estado del alma que la tragedia suscita. Kierkegaard vincula la conmiseración a ese estado del alma definido después de los sucesos: es la impresión definitiva y responde a la culpa trágica. Entonces divide los sentimientos en función de la variedad de la culpa trágica, distinguiendo pena de dolor. La pena es más honda, porque siente con intensidad al mismo tiempo que ignora la reflexión, y el dolor más superficial en tanto racionaliza y comprende las causas. En la tragedia moderna es mayor el dolor, pues en éste hay una meditación que la pena desconoce; surge nuevamente la reflexividad de un sujeto moderno frente al abandono de un sujeto antiguo. Un ejemplo ilumina el matiz: el niño manifiesta ante la desgracia, sobre todo pena, el adulto, dolor. Esto vincula al pecado con el dolor, y también su correspondiente arrepentimiento. La reflexión, acunada sobre un suelo de presupuestos ideológicos, dice: este mal llegó por tales motivos, responde a esto y aquello, para encontrar con radicalidad a unos culpables. En contraste “En Grecia la pena es más honda porque la culpa encierra la indeterminación estética”, dice nuestro autor. Y eso es fundamental para entender el significado de la conciencia griega y su relación con la tragedia. En la tragedia antigua la pena, no está sólo en mí, sino en el mundo. Y ello se vincula excepcionalmente con la estética: el espectador siente compasión por el personaje y se reconforta en ello, encuentra afirmación y felicidad, resultante de una meditación sobre el sentido del mundo que vive en ese personaje como una fatalidad que termina por reconciliarnos con la vida.

Finalmente Kierkegaard propone su propia Antígona como una variación sobre la antigua. Se trata con ello de afirmar el valor eterno de la tragedia, matizando las sutiles diferencias que estableció, convirtiendo su meditación en un drama para que su cofradía de amigos lo comparta con él; amigos que reciben un regalo póstumo, pues toda obra humana es esencialmente póstuma. La heroína imaginada por Kierkegaard será necesariamente una mujer: “como mujer, tendrá la suficiente esencialidad para que la pena se manifieste, y como parte de un mundo dominado por la reflexión, lo será bastante para que el dolor haga mella en ella”. Los movimientos de ese vaivén los construye nuestro autor con gracia y penetración. 

1 comentario:

  1. Un muy acertado análisis de la filosofía kantiana en general y de la 'Estética Trascendental' en particular. Si le parece, podemos contactar a través de me email (jpuelopez@gmail.com), donde, aparte de la filosofía, podemos compartir nuestra común afición por el cine.

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