miércoles, agosto 13, 2014

Miguel Pajares y el Ëbola


Ayer, como era de esperar, falleció por complicaciones derivadas del Ébola el sacerdote Miguel Pajares, que llevaba apenas una semana ingresado en el hospital Carlos III. Se le trató en los últimos días con un suero que se está probando en EEUU, que algunos tildan de milagroso, cuando no es sino algo experimental, y en este caso no funcionó. Cuando llegó a España Miguel ya estaba condenado, y como dije a muchos con los que hablé entonces, este hombre venía a morir en casa, tras pasar casi toda su vida fuera de ella, entregado a los demás. El resto de las polémicas que ha suscitado su repatriación e internamiento, sinceramente, no las entiendo ni comento.

Pajares es el último de una larga serie de personas que dan su vida por ayudar a los más necesitados, y que no dudan en marcharse en su búsqueda, dejándolo todo. En este caso se trataba de un religioso, en otras ocasiones son laicos cooperantes, a veces es una mezcla de todo, como el caso de Vicente Ferrer, pero en todos los ejemplos la secuencia es la misma. Motivados o no por su fe, y angustiados ante la necesidad que les rodea y cuestiona su forma de vida, se embarcan en una aventura peligrosa a sabiendas de que lo ponen todo en riesgo, y que muchas veces no lograrán paliar el problema que tratan de solucionar. Estas personas son auténticos héroes de nuestro tiempo, héroes que no llevan capa ni antifaz ni traje llamativo, sino un corazón grande y, sobre todo, un valor inmenso. En el caso de Pajares, que llevaba muchos años cuidando enfermos en el dispensario que regía, la llegad del Ëbola no le asustó. A cualquiera de nosotros, yo el primero, la mención de esa enfermedad le supondría un susto inmenso y unas enormes ganas de correr, de largarse de allí para salvar el pellejo. Pajares no se fue. Sabiendo lo que era esa enfermedad, sus consecuencias y la muy escasa probabilidad de sobrevivir en caso de contagiarse, decidió seguir ayudando a los enfermos, fueran de esa enfermedad o de otras tantas que no son tan famosas, como las diarreas o malaria, pero que en África matan cada día a más personas de las que ha fulminado el Ébola en toda su historia. Pajares siguió al frente del equipo del hospital, formado por religiosos y laicos, y poco a poco, uno tras otro, fueron contagiándose de la enfermedad que se iba extendiendo a su alrededor, sin que nada pareciera útil para frenarla. Sí, hay que evitar el contacto físico y el intercambio de fluidos, y eso es fácil usando la tecnología de la que disponen nuestros hospitales, pero en un barracón en África, ¿cómo no se puede tocar a un enfermo, a un familiar, a un hermano? ¿Cómo el médico evita contagiarse de la enfermedad que, por todas partes, le rodea? Pajares y su equipo lo sabían, pero no se rindieron. Sospecho que, en su interior, y cuando supieron que la enfermedad había llegado a sus pacientes, asumieron que esta sería con una elevada probabilidad, su última misión. Que el decidir quedarse era una forma de contagiarse, de dejar su vida allí. Y no escaparon. No huyeron. No se largaron. No abandonaron a los enfermos. No eludieron la responsabilidad que, de manera altruista y voluntaria, habían contraído con ellos. No se escudaron en excusas, no alegaron un miedo que era natural y humano, no es escabulleron, no se rindieron. Siguieron día a día como si nada, trabajando sin descanso. Y en un momento dado alguien del equipo empezó a sentirse mal, y pasó de ser ayudante a ser enfermo, y poco a poco empezaron a caer todos afectados por el mal que, de tanto rodearles, en ellos había penetrado. Y entonces conocimos la existencia de Miguel Pajares, de sus hermanas, del centro que llevaba en África y de los enfermos que cuidaba. Y cuando solicitó volver a España realmente estaba otorgando su última voluntad. La de morir en casa.

En estos tiempos de desidia, de irresponsabilidad, de mangoneo, de ostentación de lo absurdo y de orgullo de lo robado, de mala práctica, de elusión de las responsabilidades privadas y, sobre todo, las públicas, de aprovecharse de los cargos pero no sacrificarse por ellos, de llevárselo crudo y ostentar, el caso de Miguel Pajares, como el de otros tantos, es una luz en medio de la oscuridad, una estrella titilante en la noche de la corrupción y la decadencia. Un ejemplo de lo que Javier Gomá denominaría superejemplaridad, que en este caso conlleva la entrega hasta de la propia vida por los demás. Como en una versión moderna de Sodoma y Gomorra, hay justos como Miguel Pajares que a uno le hacen creer que todavía hay esperanza en el mundo.

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