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El discurso del odio

Sorprende y entristece el avance del discurso de odio. Su radical intolerancia frente al otro, frente a lo otro, es característica de los fanatismos de la identidad, ya sea religiosa, racial, nacional, ideológica. Pero su hábitat preferido no es la fe sino la mala fe. Sus armas son muy conocidas, y pueden ser letales.

Ante todo, la mentira y la calumnia, cuyo deleznable profeta fue Goebbels: "una mentira repetida mil veces se convertirá en verdad". No sólo las redes suelen incurrir en ese vicio: también lo propician los diarios y los medios cuando, convertidos en modernos tribunales de la Santa Inquisición, emiten veredictos condenatorios de hechos o procesos sobre la base de opiniones o declaraciones parciales, no representativas ni suficientemente cotejadas; o cuando practican el "Character Assassination" basado en testimonios aislados, unilaterales (y hasta anónimos) sin respetar siquiera la máxima fundamental del derecho: la carga de la prueba recae en el acusador, no en el acusado. En las redes, el derecho de réplica es al menos inmediato, pero en México una anticuada Ley de Imprenta (que data de 1916) vuelve difícil la réplica en periódicos y revistas. Y, si bien la reciente Ley de Telecomunicaciones consigna claramente ese derecho, su efectividad en los medios electrónicos está por probarse.

Además de la mentira y la calumnia, el discurso del odio dispone de un variado herramental de distorsión. Está, por ejemplo, el "doble rasero" para juzgar los hechos, tan antiguo como el Evangelio, que ya advierte contra quienes, por ver la paja en el ojo ajeno, olvidan la viga en el propio. Está también la "homologación" de hechos no homologables, o la amalgama de hechos que nada tienen que ver entre sí. Están a la mano -omnipresentes, rotundas y tan fáciles- las teorías de la conspiración, que en 140 caracteres explican el mundo por la acción vasta y oscura de "los malos". Está el reduccionismo ramplón, las cortinas de humo para ocultar la verdad, las burdas simplificaciones, las exageraciones absurdas, el victimismo paranoico, el siempre tentador maniqueísmo, el ataque ad hominem. Y el público, ávido de sangre y escándalo, engulle lo que le den.

¿Qué hacer frente a esta plaga intelectual y moral que enturbia el presente y amenaza el futuro del periodismo y las redes? ¿Cómo consolidar, en el espacio periodístico, mediático y cibernético, la práctica de valores tan esenciales como el rigor, la transparencia, el equilibrio, la disposición a razonar sobre las tesis contrarias, a rebatirlas con ideas y fundamentos? ¿Cómo restaurar, en una palabra, el respeto por la verdad objetiva?

Conviene alentar un amplio debate sobre el tema. No es sencillo. Potencialmente compromete a la libertad de expresión, que es un valor cardinal de Occidente.

En Europa, muchos países -sobre todo Alemania y Francia- han introducido legislaciones que castigan el discurso del odio. En Estados Unidos -cuya tradición protege con mayor amplitud la libertad de expresión- sólo se le sanciona cuando se prueba de manera fehaciente su conexión directa e inmediata con hechos de violencia. Por mi parte, creo que está en la mejor tradición liberal -la de John Stuart Mill- evitar la censura y defender la libertad, por dos razones.

En primer lugar, porque nadie tiene la verdad absoluta: muchas veces la verdad se abre paso a través de la competencia e incluso la colisión de opiniones distintas y aún contrarias. En segundo lugar, porque las personas deben ser responsables de lo que dicen y de lo que creen. Si se dejan persuadir por una versión torcida, es su problema. El mejor convencimiento no proviene de las prédicas ajenas y menos de las imposiciones externas: proviene de encarar las consecuencias de los errores propios.

Pero esta defensa de la libertad de expresión no significa dar luz verde al discurso del odio. Nuestras leyes e instituciones deben afianzar el derecho de réplica en todos los medios y permanecer alertas a los casos en que ese discurso se traduzca, de manera probada, en violencia real. Los medios deberían ejercer un mínimo de autocrítica. Y las redes deben tomar conciencia de su ambiguo poder: pueden convocar movilizaciones liberadoras, y pueden atizar hogueras.

Por la experiencia de Europa en el siglo XX, sabemos los estragos a los que lleva la prédica del odio. Y en el siglo XXI atestiguamos la resurrección de odios milenarios. Hay que enfrentar el discurso de odio en México, antes de que sea demasiado tarde.

Reforma

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