Havalina: “Islas de cemento”

El concepto de injusticia cobra sentido cada día si lo relacionamos con el de popularidad, en especial en un mundo tan extraño como el de la música y las canciones. Cinco discos después (ocho, si contamos las tres aventuras anteriores de Manuel Cabezalí y amigos al frente de Havalina Blu, distinto concepto con las mismas bases), el sonido primitivo de una banda de rock se hace carne, corazón y savia en una nueva colección que supone Islas de cemento. Y ello supone profundizar en la relación con lo fundamental, en el estable matrimonio de entrañas y cerebro representado en los cables que unen guitarras, pedales y amplificadores hasta que la muerte los separe definitivamente. 

Por eso, porque la unión los hace fuertes, Havalina apuntalan su formación con el bajo del gaditano Jaime Olmedo, sustituto obligado de Ignacio Celma, que sólo tiene que aportar la misma eficacia para que el granito con el que elaboran su habitual mezcla no presente síntoma alguno de resquebrajamiento. Es más, incluso parece cada vez más sólido (la experiencia es un grado) cuando abre sus ventanas al hardcore (en Dónde le dan un revolcón a cualquier banda específica), el grunge como argumento mayor (la visita al Cementerio de coches y a la explosiva lluvia que le sirve de epílogo) y muestra la habitual tendencia a los tonos grises en el límite de la distorsión. Que no implican aproximación alguna al trazo grueso, sino que describen un mundo sonoro intransferible desde el primer acelerón, Cristales rotos sobre el asfalto mojado, una frase que bien podría resumir gráficamente este trabajo de suma precisión y meditado desarrollo. Hasta la forma de cantar de Cabezalí parece llenarse de los matices necesarios para pasar de la furia a la reflexión, del volcán interno a la templanza exterior. Todo aquí encaja con la precisión de Un reloj de pulsera con la esfera rota, como si el tiempo pasara a otra dimensión en la que el paso de los minutos careciese de toda importancia. 

Lo realmente importante es que la banda ha alcanzado un nivel estratosférico, a lo que ayuda el minucioso trabajo de Daniel Richter en los madrileños estudios El Lado Izquierdo y el empeño de los músicos por crear algo nuevo de algo que no necesita serlo. En el feliz intento, se dedican a puntear a lo Robert Smith en mitad de una canción (Ya va siendo hora), a hacer que se nos remuevan las tripas de gusto (Luces, la sorpresa que no pretende ser tal), a buscarle el lado costumbrista a historias ciertamente oscuras (El olmo centenario), a desplegar fiereza instrumental (La voz de él) y a encontrarse a sí mismos en una orilla diferente (Islas de cemento, que también podrían ser de fría roca). Hasta la dulce culminación con Ulmo no encontramos respiro, por mucho aire fresco que quiera penetrar entre las casi inexistentes grietas de esta gran obra de ingeniería. Al final, te queda la sensación de que lo mejor habría sido no acercarse a estas islas de orillas viscosas e infestadas de plantas carnívoras, pero una vez que caes por estos parajes, qué demonios… Descubrir que la vida de los indígenas es mucho más parecida a la tuya de lo que creías es una maravillosa forma de renunciar a todo lo demás.

J.J. Caballero