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Ríos de Agua Viva

El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que
salte para vida eterna
... De su interior correrán ríos de agua viva

(Juan 4:14; 7:38).

En estos versículos, por medio de dos figuras se defi­ne una vida llena del Espíritu. Jesús le dijo a la mujer junto al pozo de Sicar: “El agua que yo le daré será una fuente.” Después, en el gran día de la fiesta, se dirigió a la multitud, diciendo: “El que cree en mí, de su interior correrán ríos de agua viva.” Notemos las dos expresio­nes: en él una fuente; de su interior... ríos.

En nosotros, el Espíritu Santo es como una fuente, un pozo de agua siempre fresca y permanente.

En el Antiguo Testamento se relata la historia de Agar, sierva de Abraham, quien anduvo errante por el desierto con su hijo, y llevando sólo un odre de agua. Cuando le faltó agua, la afligida madre dejó al mucha­cho debajo de un arbusto, pensando que moriría. Y el relato sigue diciendo que Dios le abrió los ojos a Agar y vio una fuente de agua. Entonces llenó el odre de agua y dio de beber al muchacho (Génesis 21:9-21).

En el Nuevo Testamento está la historia de la mujer junto al pozo de Sicar. Había venido a sacar agua para su uso diario. Pero allí encontró al Maestro y recibió el agua de vida, que sólo El puede dar. Así que dejó su cántaro y regresó llevando en su interior una fuente de agua viva (Juan 4:1-30).

Dios no quiere que seamos cristianos que solamente tengamos un odre o un cántaro de agua, sino que seamos pozos de agua, es decir, que seamos llenos del Espíritu.

De nuestro interior, el Espíritu Santo fluye como in­menso río y no como arroyuelo. En el Antiguo Testa­mento, el Salmista dice: “Tomaré la copa de salvación, e invocaré el nombre de Jehová” (Salmos 116:13). Pero una copa es pequeña y es poco lo que le puede caber. El pro­feta Isaías, por su parte, exclama: “Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación” (Isaías 12:3). Desde luego un pozo tiene una gran ventaja sobre una pequeña copa, pero el pozo puede secarse. El Señor Jesús, sin em­bargo, en el Nuevo Testamento, declara que el agua que El ofrece será como una fuente que salte para vida eterna. ¡Profundas vertientes abastecen a una fuente y jamás se seca! Después el Maestro, asegura que el que en El cree, “de su interior correrán ríos de agua viva.” Hay pues, un maravilloso progreso, de una copa a un pozo, de allí a una fuente y, por último, de la fuente a un río. He aquí, inmensidad, la plenitud del don de Dios.

Fijémonos, además, que no sólo es un río, sino ríos, ¡caudal divino! “Correrán de su interior,” dándonos a en­tender que la corriente es lozana, sin trabas, espontánea. A todo el que le recibe como Salvador y Señor, Cristo le otorga un don más que suficiente, que le brinda plena satisfacción. Y esa vida abundará en bendiciones hacia los demás.

Fuente y ríos son dos términos que recalcan el al­cance de la obra poderosa del Espíritu Santo, la medida en que se recibe y la medida en que se da. Se recibe el Espíritu ilimitadamente. El apóstol Juan, en su Evange­lio, nos dice que Dios dio a su Hijo su Espíritu sin medi­da (Juan 3:34). Y nos atrevemos a creer que anhela dar su Espíritu sin limitación alguna, a todos sus hijos. Pode­mos inferirlo por la promesa que dio por medio de su profeta Joel: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (Joel 2:28). Derramar sugiere la idea de abundancia.

Este es el significado de “la plenitud del Espíritu.” Hemos de poseer vida, pero algo más, vida abundante. Hemos de poseer gozo, plenitud de gozo. Hemos de reci­bir paz, paz que sobrepasa todo entendimiento. Nos co­rresponde llevar fruto espiritual, y más aún, abundante fruto. Todo esto muestra la diferencia entre aquel que va por la vida tropezando y cayendo y el que disfruta de vigor, paz, poder, todo copiosamente.

Asimismo, la influencia del Espíritu Santo es sin me­dida: “ríos correrán.” La vida ya no es un depósito de es­casos recursos, de los cuales, si se echa mano sin precau­ción, pronto se agotan, y por lo mismo es preciso tratar de conservarlos. La vida es ahora un cauce de recursos infinitos y nos hay peligro de que se acaben. Mientras más se da, más es su aumento; son inagotables los recur­sos.

Hasta aquí se ha hecho hincapié en la necesidad de ser llenos del Espíritu Santo, pero es a la vez, de la mis­ma significación que éste se derrame, y, ¿con qué obje­to Sugerimos dos razones por las cuales se hace necesa­rio.

1.  FRESCURA

Un recipiente puede estar lleno de agua, pero si se deja por algún tiempo, llega a corromperse. Así también, una persona puede estar llena del Espíritu Santo, pero si no permite que se derrame una y otra vez, su vida cris­tiana se estancará. Para que se caracterice por su frescu­ra, es preciso que se dé cabida al Espíritu Santo, pero que también fluya incesantemente.

La vida del Espíritu tiene un ritmo, se recibe y se da. Si se recibe más de lo que se da, llega el momento en que se imposibilita la acción de ese divino Espíritu; y si se trata de dar más de lo que se recibe, habrá agotamiento espiritual.

Hace varios años, después de que había terminado mis estudios de secundaria en la India, nuestra familia regresó a los Estados Unidos en su año de descanso. Du­rante el viaje tuvimos el privilegio de visitar la peque­ña Palestina, donde nuestro Señor Jesús vivió y trabajó. Un día nos encaminamos al famoso mar de Galilea. Es un hermoso lago, de aguas cristalinas, rodeado de coli­nas y granjas junto a su playa. Muchos pescadores en sus lanchas se dedicaban a la tarea cotidiana y su pesca era abundante. Al día siguiente fuimos al mar Muerto y pa­samos allí la tarde. Se conoce como mar Muerto, porque el agua es tan salada que no hay ni peces, ni plantas.

Lo interesante de estas dos extensiones de agua, es que ambas se alimentan de las mismas corrientes que descienden del monte Hermón. Pero, ¿por qué uno de estos mares tiene mucha vida y al otro se le llama mar Muer­to El secreto es éste: Varios arroyuelos descienden del norte y desembocan en el mar de Galilea, y allá en el sur, sus aguas se vacían en el río Jordán. En otras palabras, el mar de Galilea recibe agua en abundancia y asimismo se derrama copiosamente. Por ello tiene vida.

Pero el mar Muerto, no obstante que recibe corrien­tes caudalosas, allí se estancan, y, ¿con qué resultado Está muerto.

Si la vida espiritual no se caracteriza porque recibe y también da, esa vida con que el Espíritu Santo nos ha dotado, pronto se debilitará y morirá. Se necesita el ritmo de doble acción, para que haya plenitud y lozanía en la existencia cotidiana.

La vida que posee la plenitud del Espíritu Santo no es inactiva, no es estéril; es vigorosa, dinámica, progre­sista.

Hay tres frases en el Nuevo Testamento que se usan para describir la vida llena del Espíritu. Se hace constar que el día de Pentecostés, los apóstoles “fueron llenos” del Espíritu Santo (Hechos 2:4). Desde ese momento, se dice de ellos que eran hombres “llenos del Espíritu Santo” (véase Hechos 6:5, 11:24). Luego en Efesios 3:19, Pablo ora, pidiendo que los cristianos sean “Llenos de to­da la plenitud de Dios.” “Fueron llenos,” llenos, “llenos de toda la plenitud.” La primera expresión indica una crisis; la segunda, un estado o condición; la tercera un proceso.

Primeramente, ocurre una crisis. Debe haber un mo­mento dado cuando la entrega personal es total, cuando aceptamos el don de Dios por fe y por primera vez somos llenos del Espíritu. Los discípulos estuvieron tres años con el Señor, pero no fueron llenos del Espíritu Santo hasta el día de Pentecostés.

Después se disfruta de un estado o condición que se caracteriza por la permanencia del Espíritu Santo. Mien­tras que sea sumiso, obediente y fiel, el cristiano estará lleno del Espíritu Santo, pues ahora mora en él no co­mo huésped que va de paso, sino como residente de per­manencia fija, mientras que se le da acogida.

Para que perdure este estado, hay un proceso que es menester seguir. Se hace indispensable recibir la pleni­tud del Espíritu una y otra vez, para que haya espiritua­lidad. De los apóstoles se nos dice, que después del Pen­tecostés “fueron llenos” en repetidas ocasiones (véase, por ejemplo, Hechos 4:31). Además, la vida espiritual crece más y más y es mayor la potencia del Espíritu de Cristo. Es así como se logra constante desarrollo en la vida cristiana.

2.  FRUTO

El ser llenos del Espíritu no es un fin en sí. Este tie­ne como finalidad derramarse en bendición sobre los demás. Suple mis propias necesidades y también me ayuda a satisfacer necesidades ajenas. La primera obra desarrolla el carácter cristiano; la segunda, conduce al creyente a la conquista de almas. La plenitud del Espíri­tu inunda el corazón para poder después inundar al mundo.

Hay una parábola singular acerca de los ríos del mun­do. Todos se dieron cita para decidir cuál era el más gran­de de todos. El río Nilo del África se jactaba, dicien­do: “Soy el río más largo en todo el mundo, atravieso una distancia de casi 6,400 kilómetros. Soy, por lo tanto, el más grande.”

El Amazonas de la América del Sur declaró orgullo­samente: “Soy el río más extenso y más navegable en todo el mundo. Soy, por lo tanto, el más grande.”

El Danubio en Europa dijo: “Hay más comercio y mayor cantidad de barcos que van y vienen por mis ribe­ras, que en cualquier otro río. Soy, por lo tanto, el más grande.”

El río Ganges de la India, para no quedar atrás, se vanagloriaba, asegurando que era el río más sagrado en todo el mundo. “Millares de personas” decía, “de todas partes del país vienen a sumergirse en mis inmaculadas aguas, para ser limpias de sus pecados. Soy, por lo tanto, el más grande.”

Finalmente, un riachuelo sin nombre dijo, con hu­mildad: “Yo no soy el más largo ni el más extenso; tam­poco soy el más activo o el más sagrado. Pero una cosa hago. Cada año se desbordan mis aguas y fertilizan los campos cercanos; las siembras aumentan y se obtienen grandes cosechas. Los campesinos se alimentan y están satisfechos. Yo lo único que hago es permitir que mis aguas se derramen.”

La opinión de la asamblea fue que aquel pequeño riachuelo era superior a todos los demás, porque permi­tía que sus aguas se desbordaran y beneficiaran a muchas gentes.

Al poseer el Espíritu Santo, el propósito divino es que se derrame en servicio fructífero; pero asegurémo­nos que no es el yo que trata de imponerse, sino el Espíri­tu el que obra. Nada es tan trágico como los cristianos a medias, porque su labor es egoísta y hasta ofensiva. Pe­ro cuando el creyente ha muerto a su yo y posee la pleni­tud del Espíritu Santo, su vida es eficaz y lleva mucho fruto.

¿Cuál es ese fruto que se ve en una vida llena del Es­píritu Santo El apóstol Pablo claramente lo expresa en su Epístola a los Gálatas: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedum­bre, templanza” (5:22, 23). Notemos que dice “fruto,” no “frutos.” El fruto del Espíritu es en realidad uno solo: el AMOR. Puede decirse que los demás que se mencionan son manifestaciones diversas del amor.

¿Qué es el gozo Es el amor feliz. ¿Qué es la paz Es el amor en reposo. ¿Qué es la paciencia Es el amor en espera. ¿Qué es la benignidad Es el amor actuando. ¿Qué es la bondad Es el amor en su forma de comportarse. ¿Qué es la fe Es el amor que confía.

Compárense las virtudes del amor, según aparecen en I Corintios 13:4-7, con las manifestaciones del amor, que se encuentran enumeradas en el pasaje de Gálatas mencionado y se verá que todo el fruto del Espíritu se halla involucrado en este amor sobrenatural. En verdad, ya sea directamente o por medio de un sinónimo, allí se menciona a cada uno.

El amor “es sufrido” —paciencia.

El amor “es benigno” —benignidad.

El amor “no tiene envidia” —bondad.

El amor “no es jactancioso, no se envanece” —man­sedumbre.

El amor “no busca lo suyo, no se irrita” —templan­za.

El amor “se goza de la verdad” —gozo.

El amor “todo lo cree, todo lo espera” —fe.

Si tenemos amor, poseemos todo el fruto del Espíri­tu; sin amor, nada somos. “El amor de Dios ha sido de­rramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5).

¿Cuáles son las condiciones para poseer una vida es­piritual fructífera y abundante En el gran día de la fies­ta, Jesús las expuso con toda claridad, diciendo: “Si al­guno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37).

La sed es la primera condición. La plenitud del Es­píritu Santo se le ofrece a quienes tienen sed espiritual, “Bienaventurados los que tienen sed de justicia, porque ellos serán saciados.” Al tener sed, se reconoce que es preciso satisfacer esa necesidad.

Beber es la segunda condición. “Venga a mí y beba,” fue la invitación del Maestro, el Dador del agua de vi­da. ¿Qué implica beber Es sencillamente un acto de fe. Todos los dones de Dios se reciben por fe. Por fe nos es dado el perdón y la vida eterna. Por fe recibimos el don del Espíritu y poder de lo alto.

Hace algunos años me hallaba predicando en nuestro campamento anual, en los bosques del Sur de la India.

Este campamento lo habían iniciado mi padre y el reve­rendo M. D. Ross en el año de 1923. Anualmente asis­ten de seis a siete mil cristianos y probandos de varias aldeas, y a la orilla de un arroyuelo a la sombra del bos­que, alzan sus tiendas de campaña; arreglan sus utensi­lios de cocina, y asisten a los servicios evangelísticos tres veces al día. Para ellos es la gran festividad espiritual del año.

Desde la inauguración de estas reuniones campestres, el tema al que se ha dado la atención principal ha si­do la plenitud del Espíritu Santo. El versículo clave ha sido: “Quedaos vosotros hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.” El fin que se ha perseguido ha si­do, que salgan de allí ministros y laicos investidos del poder del Espíritu y que los cristianos de la India se pre­paren para ser testigos fieles y se dediquen a la evangeli­zación de su patria. A través de los años, la reunión cam­pestre ha constituido la punta de lanza de un movimien­to popular espontáneo, mediante el cual, alrededor de ciento sesenta mil almas han sido rescatadas para el reino de Dios y para su Iglesia.

Una mañana, después que hube presentado el men­saje, uno de los sinceros creyentes se acercó y me dijo: “Ha hablado usted acerca de la plenitud del Espíritu Santo. Esta es mi mayor necesidad. ¿Quiere usted acom­pañarme al bosque y orar conmigo” (Ha sido la costum­bre en las reuniones, no invitar a los oyentes a pasar al frente, sino dirigirse a un sitio entre los árboles y entre­garse a la oración). Así que tomé mi Biblia y lo acompa­ñé.

Después de caminar un poco, me dijo el campesino: “Aquí debajo de este frondoso árbol, arrodillémonos para orar.”

“No aquí,” le contesté “vayamos un poco más adelan­te.”

Seguimos caminando hasta que él volvió a decirme: “Señor, aquí está un hermoso árbol frutal con mucha sombra. Es un buen sitio para orar.”

De nuevo, le contesté: “No aquí, vayamos un poco más adelante.”

Repentinamente mi acompañante se detuvo, y to­mándome de la mano me dijo con vehemencia: “Señor, no sé hasta dónde piense usted ir, pero yo no iré más le­jos. ¡Aquí mismo oraré!”

Sonreí entonces, y colocando las manos en sus hom­bros, le confesé lo siguiente: “Hermano, tenga paciencia. Sólo he estado probándolo para saber si realmente tiene usted sed del agua de vida, porque solamente los que tienen sed serán saciados. Ya me he convencido de que usted verdaderamente tiene sed. No es necesario seguir nuestra marcha. Aquí mismo usted puede recibir la pleni­tud del Espíritu.”

Nos arrodillamos bajo la sombra de un árbol y am­bos elevamos nuestras voces en oración al Señor. En esa mañana, el cristiano sediento se allegó a Jesús y tomó del agua de vida, hasta satisfacer su anhelo, inundán­dose su alma de gozo y alabanza. Y tengo la plena segu­ridad que su experiencia lo capacitó para conducir a su familia y a muchos otros seres sedientos, a la fuente que salta para vida eterna.

¿Gozas tú de una experiencia semejante ¿Anhelas sinceramente recibir la plenitud del Espíritu Santo “Si alguno tiene sed” es la única condición. “Venga a mí y beba” es la amorosa invitación. Al recibirlo, el Espíritu será en ti una fuente y derramará de su plenitud, para bendición de tus semejantes.