Un elemento kafkiano

A estas alturas del estudio, invité a un sacerdote católico, que había ejercido de capellán en una prisión, para evaluar hasta qué punto nuestra situación carcelaria era realista, y el resultado fue verdaderamente kafkiano. El capellán entrevistó individualmente a todos los reclusos y observé, con estupor, cómo la mitad de los reclusos se presentaban con el número en vez de con su nombre. El sacerdote, después de hablar sobre nada en concreto, les hacía la pregunta clave: 

— Hijo, ¿qué haces para poder salir de aquí? 

Cuando los reclusos respondían con perplejidad, les decía que la única manera de salir de la cárcel sería con la ayuda de un abogado. Después se ofrecía voluntario para avisar a sus padres en caso de que quisiesen obtener ayuda legal, y algunos de los reclusos aceptaron la oferta.

La visita del sacerdote desdibujó aún más la línea entre la asunción de un papel y la realidad. En la vida diaria, este hombre era un sacerdote de verdad, pero había aprendido tan bien a actuar en un papel programado y estereotipado -hablar de cierta manera, doblar las manos de una forma establecida-, que parecía más un cura de película que un cura auténtico, aumentando así la incertidumbre que todos sentíamos sobre dónde acababa nuestro papel y dónde empezaba nuestra identidad.


#819

El único recluso que no quiso hablar con el sacerdote fue el #819, que se encontraba mal, se había negado a comer y quería ver a un médico antes que a un cura. Finalmente, lo convencimos de que saliera de su celda y hablara con el cura y el superintendente para que pudiésemos ver qué tipo de médico necesitaba. Mientras nos hablaba, tuvo una crisis nerviosa y empezó a llorar de forma histérica, igual que los dos chicos que habíamos liberado antes. Le quité la cadena del pie, el gorro de la cabeza y le dije que fuese a descansar en una habitación contigua al patio de la cárcel. Dije que le daría comida y lo llevaría a que lo viese un médico.

Mientras tanto, uno de los guardas alineó a los demás reclusos y les hizo cantar: "El recluso #819 es un mal recluso. Por culpa del recluso #819, mi celda es un desastre, señor oficial de prisiones". Corearon esta frase al unísono una docena de veces.


En cuanto me di cuenta de que el recluso #819 podía oírlos cantar, volví rápidamente a la habitación donde lo había dejado, y encontré a un chico que lloraba desconsoladamente mientras de fondo se oía a sus compañeros de cárcel gritando que era un mal recluso. El canto ya no era desorganizado y divertido como había sido el primer día. Ahora estaba marcado por una absoluta sumisión y conformidad, como si una sola voz dijese "el recluso #819 es malo".

Sugerí que nos marchásemos, pero se negó. Mientras le caían las lágrimas, dijo que no podía irse porque los demás lo habían etiquetado como mal recluso. A pesar de encontrarse mal, quería regresar y demostrar que no era un mal recluso.

En aquel punto, le dije: 

- Escucha, tú no eres el recluso #819. Tú eres [su nombre] y yo me llamo Dr. Zimbardo. Soy psicólogo y no superintendente de prisiones, y esto no es una cárcel real. Esto es sólo un experimento y aquellos chicos, como tú, son estudiantes y no reclusos. Vámonos.

Dejó de llorar de golpe, me miró como un niño pequeño que acaba de despertar de una pesadilla y contestó: 

- De acuerdo, vámonos.


Comisión de libertad condicional

Al día siguiente, a todos los reclusos que creían que tenían razones para obtener la libertad condicional se les encadenó y se les llevó individualmente ante la Comisión de Libertad Condicional. La comisión estaba formada, principalmente, por personas que los reclusos no conocían (secretarios de departamento y estudiantes licenciados) y estaba encabezada por nuestro principal asesor penal.

Durante estas vistas sucedieron algunas cosas remarcables. En primer lugar, cuando preguntamos a nuestros reclusos si renunciarían al dinero que habían ganado hasta el momento a cambio de la libertad condicional, la mayoría dijo que sí. Entonces, cuando terminamos las entrevistas diciendo a los reclusos que volvieran a sus celdas mientras considerábamos sus peticiones, todos los prisioneros obedecieron, a pesar de que podían haber obtenido el mismo resultado simplemente abandonando el experimento. ¿Por qué obedecieron? Porque se sentían impotentes para resistir. Su sentido de la realidad había dado un vuelco y ya no percibían el encarcelamiento como un experimento. En la cárcel psicológica que habíamos creado, sólo el personal de prisiones tenía poder para conceder la libertad condicional.

Durante las sesiones de libertad condicional también fuimos testigos de una metamorfosis inesperada de nuestro asesor principal cuando adoptó el papel de jefe de la Comisión de Libertad Condicional. Literalmente, se convirtió en el más odioso oficial autoritario imaginable, tanto que, cuando todo acabó, sintió repugnancia de ver en lo que se había convertido: era igual a su verdugo, el que había rechazado sus peticiones anuales de libertad condicional durante dieciséis años mientras estuvo preso.


Tipos de guardas

El quinto día se había creado una nueva relación entre los reclusos y los guardas. Ahora los guardas se identificaban más fácilmente con su trabajo -un trabajo que unas veces era aburrido y otras, interesante.

Había tres tipos de guardas. En primer lugar, estaban los guardas duros pero justos, que seguían las normas de la cárcel. En segundo lugar, estaban los "buenos tíos", que hacían pequeños favores a los reclusos y nunca los castigaban. Y por último, casi una tercera parte de los guardas eran hostiles, arbitrarios e imaginativos en sus formas de humillar a los reclusos. Estos guardas, aparentemente, disfrutaban completamente del poder que ejercían, a pesar de que ninguno de nuestros tests de personalidad previos había podido predecir este comportamiento. La única conexión entre personalidad y comportamiento en la cárcel, fue el descubrimiento de que los reclusos con un alto grado de autoritarismo aguantaron más tiempo que otros reclusos el autoritario entorno de nuestra cárcel.


DEBATE
La mayoría de los reclusos pensaron que se seleccionó a los guardas porque eran más corpulentos que los individuos seleccionados para ser reclusos, pero en realidad no había diferencia en la estatura media de los dos grupos. ¿Qué creéis que causó esta percepción equivocada?


JOHN WAYNE

Los reclusos incluso pusieron el mote de "John Wayne" al guarda más brutal y duro de nuestro estudio. Más tarde supimos que el guarda más infame de una prisión nazi cercana a Buchenwald, recibía el nombre de Tom Mix -el John Wayne de una generación anterior- a causa de su imagen de vaquero macho del "salvaje Oeste" al humillar a los internos del campo.

¿Dónde había aprendido a ser un guarda así nuestro "John Wayne"? ¿Cómo podían él y otros adoptar ese papel con tanta facilidad? ¿Cómo hombres "normales", mentalmente sanos e inteligentes, podían convertirse en perpetradores del mal de forma tan rápida? Éstas fueron preguntas que nos vimos obligados a plantearnos.

Left: Tom Mix, Right: Prisoners in Nazi Concentration Camp

Los estilos de los reclusos para enfrentar la situación

Los reclusos se enfrentaron a sus sentimientos de frustración e impotencia de varias formas. Al principio, algunos reclusos se rebelaron o discutieron con los guardas. Cuatro reclusos reaccionaron con crisis nerviosas como válvula de escape. Un recluso desarrolló una erupción psicosomática por todo el cuerpo cuando supo que se había rechazado su petición de libertad condicional. Otros intentaron sobrevivir siendo buenos reclusos, haciendo todo aquello que los guardas les mandasen. Uno de ellos recibió el mote de "Sargento", por su manera militar de ejecutar todas las órdenes.

Al final del estudio, los reclusos quedaron desintegrados, como grupo y como individuos. Ya no existía una unidad de grupo; solo un puñado de individuos aislados resistiendo, casi como prisioneros de guerra o pacientes de un hospital psiquiátrico. Los guardas lograron el control total de la prisión e impusieron la obediencia ciega de todo recluso.


Un acto final de rebelión

Vivimos un último acto de rebelión. El recluso #416 era un recién llegado, uno de los sustitutos que teníamos en reserva. A diferencia de los demás reclusos, que habían experimentado un aumento progresivo de las vejaciones, este recluso se enfrentó al horror de golpe. Los reclusos veteranos le dijeron que era imposible abandonar, que era una cárcel auténtica.

El recluso #416 se declaró en huelga de hambre para forzar su liberación. Después de varios intentos fracasados para conseguir que comiese, los guardas lo dejaron incomunicado durante tres horas, aun cuando sus propias normas establecían una hora como límite. No obstante, el recluso #416 siguió rechazando la comida.

A estas alturas, el recluso #416 hubiera debido convertirse en un héroe para los demás reclusos. En cambio, lo consideraron como un alborotador. El jefe de los guardas explotó este sentimiento dando a elegir a los prisioneros entre dos opciones: dejarían salir al recluso incomunicado si a cambio renunciaban a sus mantas, o lo dejarían incomunicado toda la noche.

¿Qué creéis que eligieron? La mayoría prefirió quedarse con su manta y dejar que el recluso sufriera en solitario toda la noche. (Nosotros intervenimos más tarde y devolvimos al recluso #416 a su celda).


Un final para el experimento

La quinta noche, algunos padres visitantes me pidieron establecer contacto con un abogado para liberar a su hijo de la cárcel. ¡Explicaron que un sacerdote católico los había visitado para decirles que debían conseguir un abogado o defensor público si querían obtener la libertad bajo fianza de su hijo! Llamé a un abogado, tal como solicitaron, y vino al día siguiente para entrevistar a los reclusos con una serie de preguntas estándar, aunque también sabía que sólo era un experimento.

Llegados a este punto, se vio claro que debíamos acabar con el estudio. Habíamos creado una situación abrumadoramente poderosa, a la que los reclusos se iban abandonando, comportándose de manera patológica, y en la que algunos de los guardas se comportaban sádicamente. Incluso los guardas "buenos" se sentían impotentes para intervenir y ninguno de los guardas dimitió mientras el estudio se llevaba a cabo. En realidad, hay que destacar que ningún guarda llegó nunca tarde a su turno, ni se ausentó por enfermedad, salió antes de hora, o exigió una paga extra por trabajar más horas.


Decidí terminar el estudio prematuramente por dos razones. En primer lugar, en las cintas de vídeo habíamos descubierto que los guardas habían intensificado las vejaciones a los reclusos durante la noche, cuando pensaban que los investigadores no miraban y que el experimento estaba "parado". El aburrimiento los había llevado a un abuso más pornográfico y denigrante de los reclusos.

En segundo lugar, Christina Maslach, una doctorada de Stanford traída para entrevistar a los guardas y reclusos, protestó enérgicamente cuando vio que a los reclusos se les hacía marchar en fila hacia el lavabo, con la cabeza dentro de bolsas, las piernas encadenadas y las manos los unos sobre los hombros de los otros. Escandalizada, exclamó: "¡Es terrible lo que les estáis haciendo a estos chicos!". De las cincuenta personas o más que habían visitado nuestra cárcel, ella fue la única que cuestionó su moralidad. No obstante, una vez se opuso a la situación, se hizo patente que se debía acabar con el estudio.

Y en consecuencia, después de sólo seis días, nuestra simulación de encarcelamiento prevista para dos semanas, fue cancelada.


El último día tuvimos una serie de reuniones, primero con todos los guardas, después con todos los reclusos (incluidos aquellos a los que se había liberado antes), y por último una reunión conjunta con guardas, reclusos y todo el personal. Lo hicimos con el fin de que todos diesen a conocer sus sentimientos abiertamente, para explicar lo que habíamos observado de los demás y de nosotros mismos, y para compartir nuestras experiencias, que habían sido bastante profundas para todos.

También intentamos que fuese un momento de reeducación moral, revisando los conflictos que la simulación había hecho aparecer y nuestro comportamiento. Por ejemplo, revisamos las opciones morales de que habíamos dispuesto, a fin de estar mejor preparados para comportarnos éticamente en situaciones futuras de la vida real, y evitar u oponernos a situaciones que podían transformar a individuos comunes en ejecutores complacientes o víctimas del mal.


DEBATE
En estas reuniones, todos los reclusos mostraron su alegría porque el experimento hubiese terminado, pero la mayoría de los guardas se mostraron preocupados de que el estudio hubiese acabado prematuramente. ¿Por qué creéis que los guardas reaccionaron de esta manera?


Dos meses después del estudio, el recluso #416, nuestro aspirante a héroe, que había estado incomunicado durante varias horas, explicaba:

Empecé a notar que perdía mi identidad, que no era yo la persona que se llamaba Clay, la persona que se metió en ese lugar, la persona que se presentó voluntaria para ir a esa cárcel; porque fue una cárcel para mí y aún lo es. No lo considero un experimento o una simulación porque fuera una cárcel regida por psicólogos en lugar de gobernada por el Estado. Empecé a sentir que aquella identidad, la persona que yo era y que había decidido ir a la cárcel, estaba muy lejos de mi, que era un extraño, hasta que finalmente ya no era esa persona, sino que era el 416. Yo era, en realidad, un número.

Comparad esta reacción con la del siguiente recluso, que me escribió desde una penitenciaría de Ohio tras haber estado incomunicado durante un periodo inhumano de tiempo:

"Recientemente se me ha liberado de la incomunicación después de treinta y siete meses aislado. Se me impuso el silencio total y el mínimo susurro al recluso de la celda de al lado provocaba que los guardas me pegasen, me rociasen con aerosol de defensa, me vendasen los ojos, me pisoteasen, y que me tirasen completamente desnudo en una celda donde tenía que dormir sobre un suelo de cemento, sin sábanas, mantas, lavabo, ni siquiera váter... Sé que los ladrones deben ser castigados y no justifico el hecho de robar, aunque yo mismo sea un ladrón. Pero ahora no creo que cuando me liberen siga siendo un ladrón. No, tampoco estoy rehabilitado. El hecho es que ahora ya no pienso en robar o llegar a rico. Ahora sólo pienso en matar, matar a aquellos que me han pegado y que me han tratado como a un perro. Espero y rezo por mi bien y el futuro de mi vida en libertad, ser capaz de superar la amargura y el odio que diariamente corroe mi alma. Pero sé que superarlo no será fácil."


Concluido el 20 de agosto de 1971

Nuestro estudio acabó el 20 de agosto de 1971. Al día siguiente hubo un intento de huida en San Quintín. Los hechos transcurrieron así: los reclusos del Centro de Adaptación Máxima (Maximum Adjustment Center) fueron liberados de sus celdas por el cura de Soledad, George Jackson, que había introducido una pistola en la cárcel de forma ilegal. Varios guardas y algunos reclusos confidentes fueron torturados y asesinados durante el intento, pero la huida fracasó después de que su líder fuera presuntamente abatido a tiros cuando intentaba escalar los nueve metros del muro de la prisión.

No había pasado un mes cuando las cárceles volvieron a ser noticia al estallar un motín en la prisión de Attica, Nueva York. Tras semanas de negociaciones con reclusos que retenían a guardas como rehenes mientras exigían los derechos humanos básicos, el gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, ordenó a la Guardia nacional recuperar el control de la cárcel por la fuerza. Aquella desafortunada decisión ocasionó numerosos muertos y heridos entre guardas y reclusos.

Una de las peticiones fundamentales de los reclusos de Attica era que se les tratase como a seres humanos. Después de observar nuestra cárcel simulada durante sólo seis días, pudimos comprender cómo las cárceles deshumanizan a las personas, convirtiéndolas en objetos e inculcándoles sentimientos de desesperación. Y en cuanto a los guardas, nos dimos cuenta de como personas corrientes pueden transformarse fácilmente del buen Dr. Jekyll al malvado Mr. Hyde.


La cuestión ahora es cómo cambiar nuestras instituciones para que fomenten los valores humanos en lugar de destruirlos. Desgraciadamente, desde que se llevó a cabo este experimento, las condiciones de las cárceles y las políticas penitenciarias en Estados Unidos se han hecho más punitivas y destructivas. El empeoramiento de las condiciones es consecuencia de la politización de las penas, con políticos que compiten para ver quién es el más duro con la delincuencia, junto con el racismo en las detenciones y sentencias, con una representación cada vez mayor de afroamericanos e hispanos. Los medios de comunicación también han contribuido al problema generando un temor exagerado a los delitos violentos, aunque las estadísticas muestren que los crímenes violentos han disminuido.

Hay más americanos que nunca en cárceles y presidios -hombres y mujeres-. Según un estudio reciente del Departamento de Justicia, el número de americanos encarcelados aumentó algo más del doble durante los últimos doce años, con más de 1,8 millones de personas en la cárcel o el presidio en 1998. Para saber más sobre este tema o sobre El Experimento de la Cárcel de Stanford, consultad la bibliografía que aparece a continuación o visitad los enlaces relacionados.


BIBLIOGRAFÍA

Zimbardo, P. G. (2007). The Lucifer Effect: Understanding how good people turn evil. New York: Random House. [See also LuciferEffect.com]

Schwartz, J. (May 6, 2004). Simulated prison in '71 showed a fine line between "normal" and "monster."  New York Times, p. A20.

Zimbardo, P. G. (2004). A situationist perspective on the psychology of evil: Understanding how good people are transformed into perpetrators (pp. 21-50). In A. G. Miller (Ed.), The social psychology of good and evil. New York: Guilford Press.

Zimbardo, P. G., Maslach, C., & Haney, C. (2000). Reflections on the Stanford Prison Experiment: Genesis, transformations, consequences. In T. Blass (Ed.), Obedience to authority: Current Perspectives on the Milgram paradigm (pp. 193-237). Mahwah, NJ: Erlbaum.

Haney, C., & Zimbardo, P. G. (1998). The past and future of U.S. prison policy: Twenty-five years after the Stanford Prison Experiment. American Psychologist, 53, 709-727.

Zimbardo, P. G., Haney, C., Banks, W. C., & Jaffe, D. (1973, April 8). The mind is a formidable jailer: A Pirandellian prison. The New York Times Magazine, Section 6, 36, ff.

Haney, C., Banks, W. C., & Zimbardo, P. G. (1973). Interpersonal dynamics in a simulated prison. International Journal of Criminology and Penology, 1, 69-97.

Zimbardo, P. G. (1971). The power and pathology of imprisonment. Congressional Record. (Serial No. 15, October 25, 1971). Hearings before Subcommittee No. 3, of the Committee on the Judiciary, House of Representatives, 92nd Congress, First Session on Corrections, Part II, Prisons, Prison Reform and Prisoners' Rights: California.Washington, DC: U.S. Government Printing Office.