Muchas veces me llega la férrea intención de hacer una profunda, concienzuda, melodramática reflexión del porqué de muchas cosas; algo así como un intenso ataque de “filosofía barata y zapatos de goma”. Me pongo a pensar, sin pensar, en el porqué actuamos de la manera que lo hacemos; busco un modo de justificar los aciertos y defenestrar los profundos mamarrachos que suele realizar la burda psicología que invocamos para hacernos creer a nosotros mismos, que nos entendemos.
Lo cruel y únicamente cierto es que no nos entendemos en lo más mínimo. Intentamos, eso sí, hacerlo y fracasamos rotundamente en el proceso. La cosa pasa por la razón de que nadie, y me refiero a nadie, está dispuesto, por lo menos en su sano juicio, a enfrentarse consigo mismo. Eso sería un acto de valentía heroico, que raya en lo sublime e insanamente estúpido. Porque nos hacemos los valientes cuando se trata de dar consejitos baratos que ni el perro de la esquina nos lo cree, pero somos soberanamente cobardes a la hora de mirarnos al espejo y decirnos, en nuestra propia cara, los porqués de cómo somos en realidad.
Podemos arreglar el mundo en una charla de café, pelearnos a muerte con el adversario circunstancial del partido del domingo, agarrarnos a cachetadas con el vecino por las más absurdas excusas que esgrimimos en su contra, pero jamás de los jamases, nos atreveremos a enfrentarnos con nuestro peor enemigo, ese pequeño y frustrado Freud que llevamos todos adentro. Ese engendro que clama por salir y cuando en ocasiones inverosímiles lo hace, le echamos la culpa a las pasiones del momento, a las hormonas revueltas, al maldito medicamento o a la prima de la suegra del perro del vecino de la esquina que siempre pasa a nuestro lado. Todos son irremediablemente culpables. El gobierno, nuestra madre, el vecino, el compañero del colegio, las compañías gratas y las ingratas, o la madre del vecino, según como se acomoden las cosas al fragor del momento.
Toda valoración que podamos esgrimir y poner por delante será siempre válida a la hora de cubrir nuestra ineficacia de enfrentarnos a nosotros mismos. Podría uno alegar, con las sobradas fuentes científicas al respecto, que la culpa fue de la niñez, que la falta de atención o el exceso de la misma, que los controles o la falta de ellos, que la educación recibida en la escuela o la ausencia absoluta de la misma. Sea como fuere, siempre habrá un respetable manto de duda que nos permita inculpar a cualquiera y exculparnos a nosotros mismos cuantas veces haga falta en cualquier materia que sea objeto de atención, sea propia o ajena.
Así las cosas, me llega un amargo sabor a mis papilas gustativas; porqué es tan difícil asumir que somos lo que somos porque decidimos, en algún momento, ser así. Tan simple y liberador que hasta la mentira más piadosa se derrumba estrepitosamente al más valedero de los argumentos; soy como soy… pueden sufrirlo, aceptarlo, ignorarlo, insultarlo, olvidarlo, pasarlo por alto e inclusive intentar eliminarlo… lo que jamás podrán hacer es negarlo… la viva evidencia de su existencia la puedo observar… con solo mirar el espejo.
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