En atención a una demanda insistentemente planteada por las
organizaciones liberales y democráticas de México, el Constituyente
Permanente acordó que la República, además de representativa,
democrática y federal, debía de ser laica.
No obstante que la laicidad del Estado mexicano se encuentra
implícita en varios de los artículos de la Constitución Política de los
Estados Unidos Mexicanos: tercero, 24 y 130, los legisladores federales
consideraron conveniente afianzar esa cualidad, añadiéndola
explícitamente al artículo 40 de dicho ordenamiento.
Si la adición es aprobada por al menos la mitad más uno de las
legislaturas estatales, se habrá acreditado, una vez más, la profunda
vocación libertaria y democrática del pueblo mexicano.
Ello es así porque el Estado laico es un Estado tolerante, que no
impone ni prohíbe al individuo creencias filosóficas, ideológicas o
religiosas, pues considera que creer o no creer es una decisión sólo
concerniente a la persona humana, en la cual no tienen porque tratar de
influir ni el legislador ni la autoridad política.
La vida interna de la persona, que la hace creyente o no creyente,
afirmaba don Jesús Reyes Heroles, “…es inalcanzable para cualquier
intento de dirección u orientación externo a la persona misma”.
Muchos años tuvieron que luchar los mexicanos para obtener la
libertad de conciencia y la batalla decisiva habría de librarse en la
asamblea constituyente de 1856-57. Mientras que los conservadores
bregaban por impedir la libertad de cultos, los liberales se afanaban
por consagrarla como un derecho humano protegido por la Constitución.
Apenas el diputado Castañeda había lanzado la interrogante provocadora:
“¿en un pueblo en que hay unidad religiosa, puede la autoridad pública
introducir la tolerancia de cultos?”, cuando ya José María Mata
replicaba: “… El legislador… no tiene derecho a mezclarse en un asunto
que no está bajo su dominio, se abstiene de injerirse… en lo que se
refiere a las relaciones entre el hombre y Dios… La libertad de
conciencia es, pues, un principio que bajo ningún aspecto puede ser
atacado legítimamente, y la libertad de cultos, consecuencia de ese
mismo principio, no puede negarse sin negar aquél…”
De aquel célebre debate, finalmente ganado por el partido
progresista, surgió la inclinación hacia la laicidad del Estado
mexicano: separación de las funciones concernientes a las iglesias con
respecto de las inherentes al Estado; supremacía del poder civil sobre
el poder religioso; libertad de conciencia, de religión y de culto;
educación ajena a toda injerencia religiosa; prohibición legal de
sustentar el quehacer de la política en credos o símbolos de carácter
religioso.
Las razones de tal inclinación presentes están en todas las etapas de la historia nacional.
Sobre los demás, el deber fundamental del Estado laico consiste en
instituir, legitimar, proteger y hacer respetar la libertad de
conciencia imbíbita en el ser humano; en salvaguardar ese preciado bien
espiritual de toda amenaza o intento de limitación, pues en su vigencia
radica una de las claves más vigorosas de la sana convivencia colectiva:
de la tolerancia y el respeto al próximo, nacen las raíces de la
fraternidad.
El Estado laico deviene, por su propia naturaleza, en el Estado
democrático y, como bien preconizaba don Benito Juárez: “la democracia
es el destino de la humanidad futura”, hoy, a 161 años de su
declaración, 126 países han adoptado la forma de gobierno laica y
democrática y algunos más están por decidirlo.
Por eso sorprenden y perturban los intentos trasnochados de ciertos
jerarcas de alto rango, que pretenden dar marcha atrás a las manecillas
del reloj de la historia y en actitud por demás irresponsable quieren
resucitar conflictos que se dirimieron hace siglo y medio. Ahora
batallan por reformar el artículo 24 de la Constitución para inseminar
ideas que no buscan instaurar un principio que ya se encuentra
debidamente consagrado en nuestra Carta Magna, sino torcer su generoso
espíritu, su ánimo de conciliación y de concordia, para tratar de
restaurar, lo cual es imposible, fueros y privilegios antañones que los
propios mexicanos cancelaron por ser nocivos a la convivencia en
libertad.
Bien por los legisladores zacatecanos que, como los de otras
entidades federativas, han puesto freno a la ambición de clérigos con
clara intencionalidad política. Que los representantes populares
pendientes de emitir su voto asuman su responsabilidad histórica, que
den ejemplo de vocación federalista, despejen equívocos, deshagan
entuertos y restituyan en su plena majestad el legado juarista: la
República Mexicana es, en esencia, democrática y laica.
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