Compartía hace unos días M. una frase que había escuchado en una serie: …»no hay nada más solitario que el ejercicio de la maternidad «. Debe de ser una opinión extendida porque asegura la última encuesta de la Asociación Yo No Renuncio (que es parte de Malasmadres) que el 85% de las mujeres se ha sentido sola desde que es madre.
Y sin embargo
nada ha traído más gente a mi vida que la maternidad.
Ya durante el proceso, a través de los foros de adopción y de familias monoparentales, donde me fui encontrando con mujeres (y algún hombre) que en algunos casos estuvieron de forma episódica en mi vida y en otros se quedaron para siempre. O se fueron y luego regresaron. Luego hubo otros foros y grupos de FB donde conocimos adoptados adultos y personas racializadas que nos ayudaron a abrir la mente y la agenda.
El primer paso a la maternidad fue acompañadísima: en la reunión grupal para obtener el CI, con aquella comida en la pizzería con las otras 10 familias; de la mano de la psicóloga y la trabajadora social; y luego, en compañía de la ecai, las familias que nos fuimos encontrando en las reuniones preparatorias, y, por supuesto, las que viajamos a Etiopía.
Quién dice que después de los 30 no se hacen amigos no ha pasado tardes de charla en las puertas de la escuela, con la merienda en la mano, en las reuniones del AMPA, en las celebraciones escolares. No hay tenido el privilegio de convertir el parque en su segunda casa (a veces la primera), la piscina en verano, de ir estrechando lazos con otras familias, de compartir ratos y preocupaciones y esperanzas, de ir tejiendo comunidad entre las madres – y algún padre – mientras los niños tejen su propia red de amistades.
Ya no vamos a los parques, ya no acompañamos a los niños a la escuela, pero seguimos viéndonos, hablando, compartiendo noticias, cenas, cines, grupos de whatsapp, sueños y preocupaciones más grandes ahora que los niños también lo son.
Mi hermana se convirtió en una presencia diaria: llamábamos a la puerta de su empresa cuando regresábamos de la escuela para que saliera a fumarse un cigarrillo al tiempo que pasábamos, nos encontrábamos en plaza, fijamos un día para cenar en casa.
Apenas había cruzado más que un “hola” con mis vecinas hasta que llegó B. a la escalera. Pero aquel día de agosto en el que me encontré en el rellano con los vecinos de día, ellos cargados de maletas porque regresaban de vacaciones, yo con el carrito y la bolsa con pañales y galletas y agua, J. le dijo a su hija que le regalara a B. el balón del Barça que le habían regalado; no sé si ella se lo ha perdonado pero se acabó convirtiendo en la madrina oficiosa de A. y nos hizo un cartel para su llegada que aún guardamos. Pasamos muchas horas en su casa y su madre un día me recriminaría que le había dolido no verlos crecer, cuando nos fuimos.
Otros vecinos les regalaron caramelos, les dejaron pasear su perro, se ofrecieron como canguros, me contaron que ellos también tenían nietos adoptados.
Nada me arraigó más al barrio que tener hijos. Volvíamos del parque pasando primero por la tienda de delicatessen donde J. decía “tengo 7 nietos y B. que hace 8” y le regalaba recortes de jamón y almendras saladas; después por el videoclub, el centro neurálgico de la zona, donde saludábamos a N.; por último, por la óptica donde todavía hoy preguntan por B. y por A.
Nunca faltaron manos, hombros en los que llorar, risas, visitas al hospital, ofertas de llevarnos en coche o traernos filetes rebozados, invitados a los cumpleaños, noches de conversación, bolsas con ropa, cds con canciones, vacaciones en pandilla, grupos de whatsapp en los que compartir.
Ya no tengo niños pequeños pero sigue acompañándome toda la gente que encontramos por el camino. Como R., que hace unos días me mandó esta canción.
O M., que manda al grupo de Whatsapp de madres frases de la última serie que se ha terminado.