Eric Rohmer: depredador de moñas (I)

Eternamente joven cineasta francés, cuando “sólo contaba” 89 años de edad llenos de observación, actitud moral ante la vida y arte de contar sin aparente esfuerzo el milagro de lo cotidiano.
Eternamente joven cineasta francés, cuando “sólo contaba” 89 años de edad llenos de observación, actitud moral ante la vida y arte de contar sin aparente esfuerzo el milagro de lo cotidiano.

Por: Juan Guillermo Ramírez

El tema del deseo es cinematográficamente uno de los más ricos. Eric Rohmer.

Toda la obra de Eric Rohmer se plantea desde una perspectiva moral. Su sentido trascendente es equivalente al de Robert Bresson o Alfred Hitchcock. Su cine habla de la soledad y del abandono, del egoísmo, la redención y la culpa: el calvario por el que debe pasar un hombre despreocupado para acceder a la salvación. Un padecimiento que debe asumir para poder llegar a conseguir el triunfo. La moral, el enfrentarse a unas determinadas ideas o sucesos, lleva implícito el asumir unas formas o modelos. No es raro que su cine se englobe en grupos que hablan de “proverbios”, “cuentos”, “moralejas”, de, en definitiva, una ordenación de la vida dentro de una determinada postura ética y consciente. Algo que los personajes de los filmes, en varios casos, parecen ignorar o contradecir. Sin embargo, eso sí, siempre deben escoger (aunque no siempre lo sepan) lo más beneficioso para ellos. Búsquedas de sí mismos, de una aceptación de lo que les rodea, de una fidelidad a su propia clase o época. La cuestión moral de su cine estalla en unas imágenes donde unos seres se debaten entre la realidad de sus ideas y la realidad que “explota” a su lado. Desde su perspectiva trata de entender lo que ocurre. Sus creencias, unida, separada o crítica de los pilares en los que se asientan en su propia certeza. Juzga y vive. Dicta repudias sobre los que no han sabido ser fieles a sus ideales y que incluso los traicionan. Actitudes, claramente, morales que se explicitan sus ansias de defender “el otro lado”, sin darse cuenta que su actitud terminará volviéndose contra él.

Los movimientos de cámara, decía Jean-Luc Godard, son una cuestión moral. El director suizo fue, y sigue siendo, uno de los grandes hombres de “la nouvelle vague”. Crítico, como Rohmer, de la revista de cine “Cahiers du cinema”, propugnaba un cine distinto al planteado por muchos realizadores. Los avances, la innovación presente en su cine no es ajena a la de otros realizadores. Y Rohmer no está entre los críticos a los novedosos planteamientos. Si en algunos de sus filmes la cámara se muestra siempre en movimiento, ahora, permanece casi siempre estática. Una brillante excepción sería una aseveración del dicho godardiano. El único movimiento –largo- de cámara incide, rubrica, las afirmaciones y palabras, de la mujer. La cámara lentamente se acerca a ella hasta encuadrarla en primer plano. Una clara identificación del personaje con su forma de conducta. No es lo mismo irse a dormir pensando en encontrar un paraíso que despertar y darse cuenta que el paraíso no existe. Rohmer no juzga, refleja los pensamientos de las mujeres. La mirada de esos hechos va mucho más allá que la propia época. Las disquisiciones son válidas también para el momento actual. Si sus bloques genéricos modernos hablan sobre la moral y sobre la ambivalencia de unos hechos en una búsqueda a veces sin esperanza de conseguir lo propuesto, refleja el dolor ante la  negación de un encuentro, ante la ruptura de unos ideales que obligan a los seres a abrazar el convencionalismo y la rutina. Nuevas ideas, en definitiva, que terminan por volverse viejas o que replantean las múltiples contradicciones en las que se mueve cualquier tipo de sociedad. Un ejemplo de cine y de vida. Así es el cine de este “joven” maestro que es Eric Rohmer. Pocos pueden presentar una obra tan coherente desde el punto de vista estilístico como él. No sólo los temas de sus películas son recurrentes, sino también la manera de acercarse a ellos, esos diálogos incesantes entre los personajes en los que es más importante lo que dicen que lo que callan, y la cámara va descifrando lo que se oculta tras sus palabras para desarrollar la auténtica dimensión cinematográfica de su obra.

Para mí es más interesante contar la historia de forma indirecta, a través de lo que dice un personaje, y no de forma directa.
Para mí es más interesante contar la historia de forma indirecta, a través de lo que dice un personaje, y no de forma directa.

La soledad es uno de esos lugares comunes. En sus películas abundan los personajes solitarios, aunque la relación que mantienen con la soledad es diversa, como diversa es la manera en que ellos mismos comprenden, cuando no ocultan o disfrazan, esa relación. Sin obviar que cada una de sus obras es independiente y posee entidad por sí misma, también es verdad que, el hecho de que, a lo largo de su filmografía, agrupe diferentes conjuntos de estas alrededor de un eje común y las distribuya bajo un título conjunto, las enriquece y las eleva a un nivel superior, más complejo, debido a sus vínculos referenciales para y con el resto de películas, que constituyen las series.

En los años sesenta, los Cuentos morales eran un total de seis largometrajes, que reflexionaban sobre las contradicciones del momento, y en los ochenta, bajo el título de Comedias y proverbios agrupó otro conjunto de seis largometrajes, que también analizan el presente más inmediato y sobre todo la juventud de la época. Tan sólo durante la década de los setenta, período que no le interesó en absoluto, lanzó una mirada retrospectiva a la época medieval, como en Perceval le Gallois (1978), y  otra a las postrimerías del siglo XVIII, como La marquesa de O (1976). El último ciclo que concluyó es el que pertenece a la década de los noventa y cuyo enunciado común es el de Cuentos de las cuatro estaciones, un conjunto de películas que sintetizan, en parte, el estilo y los temas que ha desarrollado a lo largo de su constante y original trayectoria.

Una estética que puede ser calificada, de manera superficial y peligrosa, como realista, aunque, si bien es verdad, hay que pensar que el realismo no es el objetivo de Rohmer, sino un medio a través del cual elabora su discurso, y que es fruto de esa fijación por reproducir el momento presente, sin ningún tipo de retórica ni de artificio. Porque, en realidad, el director de Pauline à la plage (1982), lo que busca es trascender la realidad física, llegar a su esencia y poner de manifiesto las apariencias que la ocultan para que de este modo se revele la verdad.

Pauline es tan bella como vulgar, muy anti-Hollywood; tan original como tópica, tan extraña como del montón. Esquiva y soñadora, nerviosa y apasionada, no llega del todo a comunicarse con las gentes de su entorno. Rohmer la mira con una sonrisa cariñosa desde fuera de la pecera.
Pauline es tan bella como vulgar, muy anti-Hollywood; tan original como tópica, tan extraña como del montón. Esquiva y soñadora, nerviosa y apasionada, no llega del todo a comunicarse con las gentes de su entorno. Rohmer la mira con una sonrisa cariñosa desde fuera de la pecera.

En Pauline…, los personajes hablan sobre sí mismos y sus relaciones con los demás, y se definen no tanto por lo que dicen, sino por lo que tratan de callar, divagan sobre el amor y la posesión que los hechos desmienten. Si los seis personajes son prototípicos de su autor, muy destacables resultan Pauline y Marion, a la vez ridículas y patéticas. La primera parece surgir como un eco de los tiempos de La rodilla de Clara y se enfrenta al amor, primero de manera teórica, en una secuencia en la que los personajes conversan en una reunión nocturna en la que todos dan sus opiniones al respecto, y después, le solicitan a ella que exponga también su criterio. Con posterioridad, ella entablará una relación amorosa con Sylvain. Pauline à la plage se inicia con un plano que muestra la casa en la que van a vivir las dos protagonistas durante sus vacaciones. Cuando llega el final y las amigas deben emprender el viaje de regreso, se muestra un plano idéntico al inicial. Entre dos planos sitúan la acción, que aparece así como un interludio, un episodio fragmentario en las vidas de sus personajes. En este tiempo, ha habido lugar para poder mostrar una sucesión de frustraciones amorosas: la de Pierre por Marion, a la que quiere, pero a la que no consigue; la de Marion por Henri, al que no logra retener; la de Pauline, que se siente decepcionada al fin por Sylvain. Aun cuando sea Pauline, contradictoria muchacha que aparece al mismo tiempo como inocente y sabia, superficial y compleja, la protagonista, lo cierto es que se produce un constante entrecruzamiento entre los diferentes personajes que contribuye, mediante la profusión de errores y de puntos de vista inadecuados, a extremar el carácter de comedia. Una comedia en la que no faltan equívocos de boulevard, presencias como la de una vendedora que parece casi una versión atenuada de Carmen Miranda y en la que la gradación en la observación de las criaturas de la ficción está hecha desde una posición de observador preciso que no desmerece en exceso de algunos de los mejores momentos de Howard Hawks. Es más que una historia de amores calientes de playa y muchachas apetecibles. Meticuloso en lo que se refiere a su trabajo, Rohmer reivindica en esta película, cuyo tiempo detenido se define no sólo por su situación en la evolución curso anual, el final de las vacaciones, sino por su situación en las playas de Normandia, la ascendencia del magisterio plástico de Matisse. Incluso de manera explícita, cita uno: La blouse roumaine.

El rayo verde es  la historia de una mujer sola. Pero ¿cuántas historias de mujeres solas llevaba ya contadas el cine? Desde el prisma de lo trivial —con personajes, palabras y objetos de andar por casa—, sorprendemos a Delphine en las calles de París frente al problema de qué hacer con sus vacaciones.
El rayo verde es la historia de una mujer sola. Pero ¿cuántas historias de mujeres solas llevaba ya contadas el cine? Desde el prisma de lo trivial —con personajes, palabras y objetos de andar por casa—, sorprendemos a Delphine en las calles de París frente al problema de qué hacer con sus vacaciones.

Las películas de Rohmer se elaboran a partir de una serie de elementos comunes que las hacen perfectamente identificables, menos cuando decide desviarse de su trayectoria, como en los años setenta, o, como sucede en la actualidad, cuando estamos a la espera de ver hacia dónde se dirige, después de haber cerrado un ciclo y habernos sorprendido, maravillosamente, con La inglesa y el duque (2000). Sus películas, en principio se caracterizan por estar protagonizadas por gente de la calle, normal y corriente, que tiene sus ocupaciones, sus relaciones y sus preocupaciones en un ámbito cotidiano. Las historias de dichos personajes jamás tienen nada de extraordinario, sino que son comunes al resto de la sociedad y giran en torno al tema del amor, aunque este lleva a una serie de planteamientos mayores y más trascendentales. Una película de Rohmer es muy reconocible por su puesta en imágenes, de la misma manera que se puede reconocer una película de Bresson, de Kubrick o de Peckinpah, por poner ejemplos muy distantes. La obra del director de El rayo verde (1986) presenta un estilo sencillo y transparente, que expone las historias directamente, mediante una puesta en escena basada en una planificación calculada meticulosamente y que rechaza cualquier alarde visual y apuesta por la concisión y la funcionalidad. No hay en las películas del cineasta galo virtuosos movimientos de cámara, ni forzados ángulos de cámara en la planificación, ni imágenes elaboradas mediante trucajes fotográficos, por lo que se entiende que, para él, no es el plano lo que debe tener una belleza estética, sino que la belleza debe surgir de lo que capta el plano. De todas formas, y teniendo en cuenta que Rohmer no se despreocupa por el estilo formal, lo que resulta fascinante es observar cómo consigue que su elaborado trabajo quede disimulado, al provocar que su puesta en escena transmita una total sensación de espontaneidad.

En el reflejo de esos seres libres que en pareja se ofrecen al juego amoroso y azaroso, que se entregan ciegamente a la sorpresa de los sentimientos, que se brindan al triunfo final que trasciende todos los obstáculos, Eric Rohmer en 1980 dirige la serie episódica Comedias y proverbios conformada por La mujer del aviador, El buen matrimonio, Paulina en la playa  y El amigo de mi amiga. Relatos en donde se hace visible la declaración del deseo del amor, esa calma susurrante del misterio de la transgresión y de la trasposición: se prefiguran la entrega y la presencia. Hablar de una retórica cinematográfica de Rohmer, es hacer referencia a una narración novelada y comentada. Comedias en donde la importancia de los silencios -doblemente utilizados en los diálogos y en la ausencia de la música- va marcando la intensidad de sus historias íntimas y sentimentales, características fundamentales en donde se centra lo aleatorio y lo contingente, en el delicioso azar que produce todo encuentro amoroso. La vida se alimenta por la monotonía de los días y de sus actividades ordinarias. Esta especie de aburrimiento existencial no permite escapar de la agonía ni de la desesperanza. Y se habla del amor como si fuera la salvación. Pero surge la tragedia cuando se enamoran. La culpa y esa enfermedad mortal que no es más que la angustia, como postulaba Soren Kierkegaard, se reflejada en la presencia femenina. Pero el amor renace en estas cuatro representaciones subjetivas y la tragedia, a la mejor manera de Racine, cambia de óptica para convertirse en comedia.

Conversaciones, paseos, silencios, se suceden sin que pase nada, permitiendo tan sólo el goce de ver a los insectos moverse. Tiene importancia el entorno, los espacios: una fachada al sol en París, un frío de playa en Normandía, una terraza vacía en Biarritz, que cobra otra dimensión en sintonía con el estado anímico del personaje.
Conversaciones, paseos, silencios, se suceden sin que pase nada, permitiendo tan sólo el goce de ver a los insectos moverse. Tiene importancia el entorno, los espacios: una fachada al sol en París, un frío de playa en Normandía, una terraza vacía en Biarritz, que cobra otra dimensión en sintonía con el estado anímico del personaje.

Eric Rohmer consolida una constante cinematográfica aquí presente: utiliza actores naturales que cobran vida en un espacio geográfico determinado, acompañados y matizados por el empleo de colores claros y poco brillantes propios de la zona urbana; los personajes utilizan un lenguaje ordinario, coloquial, que resaltan sobre la cotidianidad moral y sentimental; son personas comunes que se refieren constantemente al problema del amor de una manera sencilla, testimoniando problemas sentimentales, humanos (demasiado humanos); no hay música sino sonido ambiente, es el ruido del mundo que se cuela por la grabadora, porque Rohmer es el maestro del sonido directo. En sus historias visuales reemplaza la psicología por la moral, por una concepción ética del siglo XIX que tiene que ver con el derecho y el deber de los actos humanos y con la manera como se percibe el mundo; su puesta en cámara es teatral, basada en los diálogos: los personajes exponen la situación hablando y es un ejemplo de la metodología aplicada por Rohmer en esa participación conjunta en la escritura del guión con sus actores.

El capricho está en el corazón de la problemática que desarrolla Eric Rohmer en su filmografía y ésta es una determinación arbitraria, una formulación que decide el sentimiento de la sugestión. Por esto, el lenguaje no es en su cine el signo de acción, es la situación misma. Mujeres extrañas que no pueden soportar ser amadas y contradictoriamente, no pueden vivir sin amor. Aman la seducción y juegan placenteramente el riesgo de nacer en ella. Ligeras como una comedia y fatales como el proverbio que dice: quien tiene dos mujeres pierde su alma; quien tiene dos casas pierde la razón, sus historias femeninas recorren, como el ojo de la luna, ciudades frías, fiestas grises, problemas humanos minúsculos y muchas palabras crueles. Sonatas intimistas para un solo instrumento: la soledad.

“Hago un cine en el que la palabra pone en tela de juicio la verdad y en el que los personajes mienten. Mostrar los hechos de manera frontal es muy sencillo, pero a mí me parece mucho más atrayente plantear preguntas que mostrar certezas”.
“Hago un cine en el que la palabra pone en tela de juicio la verdad y en el que los personajes mienten. Mostrar los hechos de manera frontal es muy sencillo, pero a mí me parece mucho más atrayente plantear preguntas que mostrar certezas”.

Se advierte a lo largo de su filmografía, la presencia de citas de fragmentos escogidos. Hay constantemente un natural regocijo de emociones contenidas, una burla fina y sin acidez, una gracia de la expresión verbal que es el mismo arte de Rohmer y que conduce al espectador a un estado de júbilo y de complicidad que el cine raramente y en la actualidad, alcanza. ¿A qué se debe que tanta simplicidad lleve dentro de sí tanta verdad? Jansenista con claras tendencias lúdicas y autor maduro, este director capta y comprende el comportamiento y el lenguaje de sus mujeres. Ellas son verdaderas porque son justas, distanciadas de todas las muletillas sicológicas sin recurrir al viejo naturalismo trasnochado, en estas variaciones alrededor de un mismo tema: la concepción del mundo femenino y las estructuras de una ética que rigen su voluntad. Mujeres que toman el destino amoroso por su propia cuenta y pretenden cambiar el orden de la seducción. Abandonan a sus amantes y centran sus nuevas esperanzas en el ideal platónico de los hombres que quieren conquistar. Y creen, anunciándolo, que se van a casar, matando así el encanto del enigma. Porque en eso sueñan la mayoría de las adolescentes: tener un buen matrimonio, conseguir un buen marido y en ser, irremediablemente, felices.

Probablemente no existan muchos cineastas en el mundo que comprendan tan bien a las mujeres como Rohmer. Algunos se aproximan, pero ninguno alcanza los trazos íntimos que llega a mostrarnos con una economía de medios encomiable. Naturalmente, siempre se ha sostenido que las mejores películas sobre mujeres han sido hechas por los hombres, porque muchas veces las mujeres cuando hablan de sí mismas se dejan llevar por tópicos poco agradecidos. Además, Rohmer indaga en la psicología femenina a través de actos intrascendentes y banales. No necesita, como Pedro Almodóvar, mostrar el dolor para retratar con elegancia la conducta femenina. Rohmer es la sencillez y la síntesis.

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Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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