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Pacto de sangre (Mario Benedetti)
A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman
abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro
años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin
embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la
mecedora o en la cama.
No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree.
Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz
muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que
puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin
ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo
darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene
general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero
al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal.
Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica
excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos,
siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque,
claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en
el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas.
Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero
hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me
recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco
y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y
sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró
más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja
Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida
que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar
si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era
rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina,
difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría
problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida,
buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era
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poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a
poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay
naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el
tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi
diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía
olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con
mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las
palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que
acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien
pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello
(¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de
Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura
(¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes,
en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el
de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en
mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a
menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres.
Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo
correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán
abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La
vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían,
los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría
reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros?
¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos
un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les
ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su
parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no
diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso
sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo.
Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero
sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que
se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena
de celos, esas porquerías que corroen la convivencia.
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Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no
dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es
algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de
alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas.
Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma
que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta.
O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y
sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno
soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera
como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en
estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero
que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué
tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico
espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es
una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que
él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo
Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les
respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada,
lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí
mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que
hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También
tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar
(eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos
estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que
podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben
ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los
olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a
Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo
converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos
mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una
mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en
las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las
multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le
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ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido
no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia
cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali;
Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y
me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar
en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías
que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del
vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber
sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros,
salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos
como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones
quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no
manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo
sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de
tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez
dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías,
pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te
llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé
algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías,
entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo
mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La
cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla
pero siente.
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que
se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les
sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo.
Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de
conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete.
Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no
muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que
yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un
asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y
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como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él
mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos
que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y
volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un
paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites
desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la
alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro,
ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de
sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio
humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales
secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su
instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en
casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del
pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi
yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de
fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien
se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca
junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que,
como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente
nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con
los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo
cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior
el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en
busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo
de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre
debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo
por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento
posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero
cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el
brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar
el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá
recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice
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qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también
me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta.
No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio,
en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra
de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente
no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos
partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al
divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el
área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los
backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y
media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o
cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte
todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La
verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy
tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después
de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No
tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas,
que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en
Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces
manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un
abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en
la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores.
Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría
que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un
orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto?
Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría
escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general
me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría
escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero.
La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía
en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría
solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para
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que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre
nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y
entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con
eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no
funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la
posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para
entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión,
tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama
Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo.
Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español.
Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braille, y eso que su
especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las
navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos
pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme
en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era
gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos,
frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours",
lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen".
También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un
llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo,
pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18,
si estoy aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se
reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando
ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis
pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y
sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir,
me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me
voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que saqué buenas notas y
me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido,
porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación
mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre.
Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto
a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió
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perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle
cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a
entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino
por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así
aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de
mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara
a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que
usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi
cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido
de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que
estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo?
Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca
cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo:
cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi
abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién
hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora
sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro
años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de
todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi
cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi
nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que
querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir.
Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso
se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni
Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita
dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas
adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere
Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro
pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.
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Pacto de sangre

  • 1. Pacto de sangre (Mario Benedetti) A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era 1 5 10 15 20 25 30
  • 2. poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. 2 35 40 45 50 55 60
  • 3. Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le 3 65 70 75 80 85 90 95
  • 4. ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente. El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y 4 100 105 110 115 120 125
  • 5. como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice 5 130 135 140 145 150 155 160 5
  • 6. qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para 6 165 170 175 180 185 190
  • 7. que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió 7 195 200 205 210 215 220 225
  • 8. perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no. Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna. 8 230 235 240 245 250 255