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Cuando el río suena

Los derechos de reunión y manifestación son derechos fundamentales recogidos en la Constitución Española y consecuencia indispensable de la libertad de expresión de la que gozamos en este país. Ahora bien, en términos prácticos, ¿qué utilidad tiene ejercer este derecho a la manifestación? Simplemente la de alzar la voz ante una situación con la que se está en desacuerdo.

Cuando una persona, una familia o un colectivo se manifiesta públicamente para mostrar su rechazo hacia una decisión política, la administración y los políticos responsables de aquella decisión tienen la obligación de escucharlos. Obligación, sí, lo han leído bien.

El problema está en que buena parte de la clase política en nuestro país desconoce cuáles son las obligaciones inherentes al cargo que ocupan. Y escuchar a la ciudadanía a la que gobiernan y a la que se deben, curiosamente, no parece estar entre sus prioridades. A diferencia de la gran mayoría de países de nuestro entorno europeo, en los que existe una cultura que hace que la ciudadanía exija responsabilidades a sus elegidos por todas y cada una de las decisiones que toman, en España los políticos han demostrado estar muy alejados de la realidad de aquellos a quienes administran y sobre quienes deciden, sin que nadie les haya exigido nunca responsabilidad alguna por su inoperancia o por su desprecio por las necesidades de aquellos que los eligieron. Sentados en el mullido cojín de la democracia representativa, creen que los votos son un cheque en blanco que guardan en el bolsillo hasta que acaba la legislatura o el mandato, un talón al portador que les permite hacer y deshacer según les convenga.

El trabajo de un cargo público consiste (o eso cabría esperar) en escuchar a las partes, valorar cada una de las posiciones y tomar una decisión con responsabilidad y con criterio. Si una parte importante de la población sale a la calle para protestar por el cierre de una infraestructura que resulta vital para su desarrollo, su obligación es buscar una mejor solución, moviendo cielo y tierra para que la calidad de vida de ese pueblo se vea afectada lo menos posible. Y si la puesta en marcha de una norma o legislación no se consensúa con el colectivo al que afectará, muy posiblemente las personas que conforman este colectivo se echen a la calle a protestar.

No se trata de gobernar a golpe de manifa, porque ya sabemos de sobra que nunca llueve a gusto de todos. Pero cuando el río suena… a lo mejor hay que detenerse a escuchar por si lo que lleva puede ayudarnos a cambiar, reformar o mejorar la decisión que se había puesto sobre la mesa inicialmente. Lo que no es de recibo es reprimir esas protestas, porque (al menos en este caso) matando al perro no acabamos con la rabia: haremos que la rabia se propague y se multiplique como un virus imparable y letal, que en cualquier momento puede acabar con la salud de un país que nunca se ha caracterizado por solucionar las cosas por las buenas.

Una movilización ciudadana siempre resulta incómoda. A nadie le gusta echarse a la calle para exhibirse públicamente en defensa de la sanidad pública o gritando en una plaza para evitar la aprobación de una legislación que recorta los derechos ciudadanos. Pero como decía Juan José Solozábalel derecho de manifestación es un derecho que se ejerce molestando; si no, no tiene sentido.

De eso se trata: de sacudirnos de encima lo poco que nos va quedando de la ira del español sentado, aquella a la que aludía Lope de Vega, que puede ser volcánica pero que no pasa de la tertulia del café. De molestar para ser escuchados. Porque no nos han dejado otra opción. Porque  no nos han querido escuchar en una mesa, con propuestas, con alternativas de mejora. Ahora su obligación como poder ejecutivo, repetimos, es escucharnos. Y en un ejercicio de responsabilidad y de sentido del deber (si les queda) deberán actuar en consecuencia.

Foto: Abogacía Española

 

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