Al nuevo piso de madera de Ligia, nueva prueba de su buen
gusto (sí, esa cosa todavía existe, sobre todo entre estas mujeres histéricas),
se ha consagrado una buena media hora. Es totalmente cierto, la mujer es
experta en la disciplina de la decoración, todos los cacharros y cachivaches
están entre sí concertados. Por eso será que vive sola, se sabe que este tipo
de decorado aguanta poco el abuso humano. Tan brillante Ligia, nuevo piso de
madera coincidiendo con su aniversario. Puede sentirse a metros la elación que
la embarga. Henos aquí toda la familia, todo el matriarcado convocado alrededor
de nuestra religión fetichista.
Se puede decir que la califa de esta religión es la abuela,
convertida ella misma en una especie de ídolo con sus trece cirugías, sin edad,
con sus lentes de contacto color azul y sus grotescas pestañas postizas. Ligia
es la sacerdotisa principal. Mi mamá y Samanta son las ayudantas del templo.
Las legendarias Salcedo.
“Estoy tan golpeada con la muerte de Dino Martin”.
Esperábamos la historia, y la abuela ha arrancado. “Qué falta vas a hacer,
Dino. Eras uno de los últimos gentleman que quedaban en Bogotá. Niñas estoy
hablando de la era dorada en que todavía había, televisión decente, políticos
decente. Y la música era verdadera música no estos tétricos sonidos que se
escuchan hoy en día. Dentro de ese tipo de música de verdad, Dino Martin figuró
en primera fila. Brindemos por el artista, te has marchado para siempre, pero siempre estarás en nuestro
corazón. Por favor Adela…”
Mamá arrimó al computador y selecciónó el archivo de Dino
Martin y la sesión comenzó con su éxito más sonado “No necesitamos más…si
cuando estoy junto a ti…mi corazón corre veloz…y el oxígeno es una droga…que te
hace ver más hermosa…no necesitamos más…” Las lagrimas que vertieron los ojos
de Dora Salcedo Estela, mi abuela, la califa de la religión Salcedo, tan gordas
como unas babosas, me inquietaron un poco. Me reí nerviosa y Ligia me hizo cara
de regaño. La abuela ahora gemía y plañía. Muy modosa saqué mis kleenex y se
los pasé, sin dejar de emitir mi risita nerviosa. Se puede llorar con lentes de
contacto, acababa de descubrir. “No necesitamos más…con tu amor de plato
principal…con una rosquilla me acabo de llenar…en el invierno con tu aliento…no
siento frío, eres mi abrigo…no necesitamos más…tan grande es este amor
nuestro…que aprendo a vivir sin lujos ni adefesios…” Todo en un arreglo de
balada bastante sencillo, pero suficiente para que mi madre se sume al plañir
de mi abuela y a Ligia y Samanta se les humedezcan las pestaña postizas.
Dino Martin, un profeta de la religión Salcedo, estilo pop
hispano de los años sesenta, muy parecido al argentino Leo Dan. La abuela extrae
de una bolsa que ha traido el empaque de un disco de acetato impreso con el
rostro varonil, los labios sensuales, la nariz proporcionada y los ojos
intensos bajo mechones de negrísimo pelo, de Dino Martin en la época en que
pensaba que la historia de la humanidad culminaba en su persona. “Sin duda era
un hombre atractivo”, adelanta Ligia, perfecta sobre su piso de madera nuevo.
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