sábado, 7 de marzo de 2015

¿Qué dirá el santo padre?

J.A.Xesteira
Todos los que hicimos aquel bachillerato tuvimos una asignatura que se llamaba Religión y que cada uno trataba de capear como podía porque, aunque era una “maría” había que aprobarla. Todos aquellos que aprendimos Religión “de aquella manera”, fuimos previamente adoctrinados en el Catecismo y en la Catequesis para poder ser fieles seguidores de Cristo, como Dios y Franco mandaban. Los que comenzamos con aquel “Decid niño, ¿sois cristiano?” (cualquiera se negaba a ser cristiano por la gracia de Dios) y un poco más adelande nos hacíamos un lío metafísico con la santísima trinidad, que era un tres-en-uno divino formado por un viejo con barba blanca y un triángulo en la cabeza, un tipo con pinta de hippie con melena y barba negra, y una paloma sobre un cielo de nubes, que no entendíamos aquel misterio del uno-y-trino, pero lo solucionábamos con una frase salvadora a la par que ingeniosa que nos proporcionaba el mismo catecismo: “No me preguntéis a mí, que sólo soy un niño, doctores tiene la santa iglesia que os sabrán responder”. Por supuesto que los doctores de la santa iglesia no respondían nada, estaban a otros menesteres menos latosos que aclararle a los niños los misterios doctrinales (más tarde se supo que muchos de ellos intentaban aclararle otros misterios a los niños, pero esa es otra historia y doctores tiene la Justicia que os sabrán responder) Aquellos niños crecieron, y unos mandaron a hacer puñetas todo lo aprendido en las clases de Religión, con dios incluido; otros siguieron siendo fieles seguidores de Cristo e incluso llegaron a ministros. Y vino un día en que apareció una ley que decía que los niños que no querían estudiar Religión podían no hacerlo. Mi hijo mayor fue de los primeros en apuntarse (lo hice yo, claro) y, curiosamente, sólo él y un amigo fueron los únicos proscritos de la beatífica clase. Supongo que la inercia de tantos años obligando a la ciudadanía a creer en dios por decreto-ley acaba por crear una rutina difícil de romper. Cuando aquella etapa llamada Transición, de la que tanto se alaban los que se beneficiaron de ella, había muchos ilusos que pensaron que con los nuevos tiempos España sería laica y sus ciudadanos serían libres de creer en sus dioses con cargo a su cuenta personal. Pero no, los sucesivos gobiernos mantuvieron la financiación del dios con cargo al erario público, y se mantuvo el profesorado de Religión estableciendo la contratación directa, sin oposiciones, por parte de la Iglesia, pero subvencionada por el Estado, un misterio que los doctores de la santa iglesia no quieren responder y mantienen en el estatus quo equivalente a un virgencita-que-me-quede-como-estoy. Y todo siguió igual, los políticos, incluidos ateos confesos, siguieron marchando detrás de las procesiones y el Estado siguió manteniendo a la Iglesia Católica con cargo al presupuesto, según ese acuerdo firmado hace años con el estado vaticano, que se mantiene en pie por gracia divina.
Ahora, de repente, o no tan de repente, el ministro Wert mete la asignatura de Religión de nuevo con honores de escándalo y saltan los fusibles de la enseñanza. Los niños y adolescentes del curso próximo se encontrarán en el mismo punto en que me encontraba yo hace muchos años. Eso tiene dos lecturas; hemos dado la vuelta al principio y estamos en un  bucle espacio-temporal (una especie de televisivo Ministerio del Tiempo regido por el ministro Wert) que nos lleva a un momento de niños rezando en clase y llevando flores a María en el mes de mayo, y no nos extrañaría que, como cosa natural aparezca cualquier día monseñor Guerra Campos en la televisión nacional (la 1, en prime-time) en blanco y negro y se rescaten aquellos maravillosos programas de “El Alma se Serena”. La segunda lectura es que si aquellos tiempos nos hicieron más duros y consiguieron hacer más por el ateismo que los partidos políticos, no quiero saber a donde irán a parar esos chavales, con los contenidos de la asignatura y un twitter a mano. Porque los contenidos están más cerca del esperpento que de la filosofía. Habrá muchachos que pasen de una clase de ciencias en la que se explique la teoría del Big Bang a una de Religión en la que se les pide que “se asombren” ante la creación del cosmos por un dios (el anciano de barba blanca con el triángulo en la cabeza; es así, la mente humana tiene que reconocer cosas concretas y dios es el de la barba blanca); o se les informa de la imposibilidad de alcanzar la felicidad por uno mismo (¿será que vuelven los viejos demonios de la masturbación como pecado nefando y origen de la tisis?) y que sólo se encuentra en dios (una vez que se muere); o el tema del asesinato por incultura de Miguel Servet o la condena a Galileo que disculpan a la Iglesia de aquellos casos por los que pidieron perdón siglos después. El desbarajuste, rayano en estupidez gubernamental, no es gratuito ni se ha originado ahora. El nuevo curriculo de enseñanza fomenta y potencia el proselitismo religioso frente a la educación ciudadana, con lo cual tendremos un censo de sumisos creyentes en lugar de críticos ciudadanos. La Iglesia Católica no es demócrata por definición; ninguna religión lo es, porque su fuerza estriba en la aceptación creyente de que todo viene de arriba, y abajo no queda otra que aguantarse y pagar. 
Ahora mismo la oposición política se rasga las vestiduras y clama por romper con la Santa Sede, incluso el PSOE, que cuando estuvo en el poder acudió con peineta y mantilla a besar la mano de Juan Pablo II y firmar la prórroga de los acuerdos. El nuevo plan publicado en BOE parece una victoria de Rouco Varela, como un Campeador que gana después de muerto por la mano del papa argentino. Y de todo esto, como decía la canción de Violeta Parra: ¿qué dirá el santo padre que vive en Roma? Pues lo que decía Obelix de los romanos: “Estos españoles están tontos”.


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