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Afinidades despectivas

Durante el macartismo, Estados Unidos padeció un clima político tan enrarecido y despiadado que estuvo a punto de hacer saltar sus centenarios goznes liberales. El pulso que la URSS planteó a los norteamericanos hizo que éstos percibieran el aliento de la amenaza soviética como una sombra paranoica que logró desestabilizar su estructura institucional y emocional. El macartismo los arrastró al borde del abismo, pero no logró que cayeran en él. Con todo, dejó sus secuelas y el desarrollo posterior de la Guerra Fría propició la aparición de una corriente intelectual cuya influencia política fue dejándose sentir paulatinamente dentro de las filas del partido republicano hasta convertirse en dominante durante los dos mandatos presidenciales de George W. Bush. A ella se adscribieron pensadores como Leo Strauss, Eric Voegelin, Russell Kirk, Harry Jaffa o William F. Buckley, entre otros. De todos ellos, el más importante fue Leo Strauss, profesor en la Universidad de Chicago y padre de ese linaje neocon que afortunadamente está en retirada tras la desastrosa gestión de la guerra iraquí.

El linaje de los 'neocon' se halla afortunadamente en retirada tras la guerra de Irak
EE UU puede volver a ser el paradigma progresista y liberal de Occidente
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Lo sorprendente del caso es que este amplio y heterogéneo grupo de pensadores, surgido en la década de los 50, se organizó en torno a una afinidad despectiva que localizaba sus esfuerzos en combatir no sólo la amenaza soviética sino, principalmente, los iconos contractualistas, empíricos y hedonistas que habían forjado los principios lockeanos de la democracia estadounidense. A partir de esta afinidad el relato justificador que unificó su estrategia fue lograr el fortalecimiento de los cimientos religiosos que habían traído consigo los peregrinos del Mayflower y que habían sido carcomidos por el relativismo liberal que impulsó la Declaración de Independencia. Como planteaba Leo Strauss en Derecho natural e historia (1953), el nihilismo que padecía la América del siglo XX tenía su origen en el reconocimiento de la tolerancia y la idea de que todo el mundo disfrutaba de un derecho individual a la felicidad. Si Estados Unidos quería ganar la guerra al comunismo tenía que desandar el camino y retomar la tradición previa a esa modernidad liberal fraguada en 1776. Como insistían los editoriales y los artículos de la National Review, fundada por Buckley en 1955, Norteamérica debía volver a las verdades inspiradas en la revelación y desembarazarse de los escenarios de consenso político creados por el New Deal de Roosevelt. Pero, sobre todo, se debía impulsar una Revolución Conservadora que introdujera un nuevo lenguaje épico basado en la sencillez, el heroísmo agónico y metáforas emotivas que desperezaran y activaran la silenciosa y retraída mayoría moral norteamericana que constituía el pi-lar de la nación. Voegelin -profesor en la Universidad de Luisiana y miembro del Hoover Institute- no dudó en disparar sus dardos dialécticos contra Hans Kelsen, su antiguo maestro y teórico de la democracia moderna, descalificándolo por ser un positivista liberal que había desterrado a Dios de la política democrática al haberla justificado a través del poder aséptico de la ciencia y la razón laicas.

Una temprana víctima de esta afinidad despectiva urdida al amparo de la Guerra Fría fue Karl Popper. El autor de La sociedad abierta y sus enemigos vio frustrada en 1950 su carrera académica en Chicago bajo la pinza a la que lo sometieron Strauss y Voegelin. Da cuenta de esta anónima caza de brujas la correspondencia entre ambos. De su lectura se desprende el odio visceral que sentían hacia lo que representaba el mundo popperiano. La causa de ello residía en que era uno de los más sólidos exponentes de ese relativismo liberal que combatían. Popper encarnaba un antiesencialismo y antidogmatismo que se oponía con firmeza al comunismo desde una reflexión basada en la experiencia científica. Las cartas dicen de él barbaridades que recuerdan la violencia dialéctica practicada por el nazismo a través de la prensa y la radio contra sus enemigos con el fin de caricaturizarlos y desacreditarlos. De hecho, Strauss, obsesionado por los rumores que circulaban sobre el posible nombramiento de Popper como profesor en Chicago, maniobró para impedirlo ante el claustro de la universidad. Lo hizo porque consideraba que éste reflejaba "el positivismo más inane y vacío", no creyendo que alguien así pudiera "escribir algo digno de ser leído". Las palabras de Voegelin fueron incluso más lejos, pues, además de apuntalar la tesis de Strauss al reconocer que La sociedad abierta y sus enemigos era un "texto impúdico", "un escándalo sin circunstancias atenuantes", fue capaz de calificar a Popper como el "producto típico de un intelectual fracasado": un "inculto filosófico" y un "granuja impertinente y burdo".

Que esta afinidad despectiva lograra torpedear el desembarco de Popper en Estados Unidos dice mucho sobre el sentido de la pugna ideológica que empezó a fraguarse en aquel país bajo el peso y la lógica de la Guerra Fría. Como también lo dice la dura crítica que Leo Strauss volcó unos años después sobre Isaiah Berlin en su ensayo Relativismo (1961). Sobre todo porque para Strauss, quizá el principal impulsor de la llamada Revolución Conservadora, la lucha contra la cosmovisión tolerante, pluralista y racional que representaban Popper y Berlin obligaba a Occidente a buscar "un horizonte más allá del liberalismo", expresión ésta que había acuñado en 1932 cuando comentó elogiosamente el Concepto de lo político de Carl Schmitt, trabándose desde entonces entre ambos autores una complicidad electiva que superaba las diferencias de origen intelectual y religioso que existían entre ellos.

Afortunadamente, la inquietante sombra política de Strauss y sus discípulos no ha logrado su objetivo y hoy Estados Unidos tiene ante sí la oportunidad de retomar, sea quien sea el que gane las elecciones presidenciales de noviembre, la fortaleza de ser el paradigma progresista y liberal de ese Occidente que, como decía Karl Popper, a pesar de todos los fallos que justificadamente pueden encontrarse en él, sigue siendo la civilización "más libre, más justa y humanitaria, y la mejor de todas las que hemos conocido a lo largo de la historia de la Humanidad. Es la mejor porque es la que tiene más capacidad de mejorar".

Y es que, pese a las incertidumbres que pesan sobre su futuro, Estados Unidos seguirá confiando en sí mismo: en el progreso que proporciona una libertad basada en la experiencia autocrítica de la razón y la búsqueda de la felicidad. De este modo el legado de Locke ganará la batalla a la errónea interpretación de Strauss.

José María Lassalle es secretario de Estudios del PP y diputado por Cantabria.

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