Una historia

María también lee en el café. Lee en los posos del café, se pone las gafas de leer, María ya no es joven. En el café hay noticias buenas y malas. Malas, que el tiempo transcurre. Buenas, que el tiempo cura. Buenas, que la noche es bonita. Malas, que se ha acabado el café. Y el dinero casi se ha terminado.

Amos Oz. Buenas, malas, buenas.

Calculo que hace más de una década que por casualidad, si es que esta existe, Amos Oz entró en mi vida En algún lugar leí un fragmento de El mismo mar (precisamente del libro al que pertenece el encabezamiento de esta entrada) y desde entonces siempre está en mi botiquín de urgencias.

Recuerdo perfectamente el día que acudí a comprarlo. Una mañana de las pocas que desde entonces he pasado por Granada. Tenía un rato y lo dediqué a visitar la mayor librería que por entonces quedaba allí. La señora que me atendió se fijó en ese libro (llevaba unos cuantos más, había que aprovechar la ocasión) y dijo simplemente me encanta este autor. Le respondí que obviamente a mí también (llevaba entre los elegidos Versos de vida y muerte). A continuación me preguntó si tenía ficha de cliente. Le respondí que no, pero que de poco serviría dado lo poco que iba ya por allí. Antes si que la frecuentaba mucho, añadí.

Quiso saber el motivo y estuvimos charlando un rato. No esperaba encontrar tanta humanidad en un local tan grande. Al final me hizo la ficha pero, en los cuatro o cinco años que han pasado desde entonces, sólo he vuelto una vez y no la vi. Me atendió una chica joven que se limitó a cobrarme y preguntarme si quería una bolsa. Ni siquiera me preguntó si tenía ficha de cliente, quizás la empresa había cambiado de política.

El señor Mijaeli mientras tanto, Mordejai Mijaeli, mi preferido, cuyas suaves manos siempre estaban perfumadas como las de una bailarina, el señor Mijaeli, cuyo rostro tenía un aire retraído, como intimidado, se sentaba, se quitaba el sombrero y lo dejaba delante de él sobre la cátedra, se colocaba la pequeña kipá y, en lugar de enseñarnos la Torá, se pasaba horas contándonos cuentos y leyendas: pasaba de nuestros rabinos a las leyendas populares ucranianas, y desde allí, de repente, se zambullía en los relatos de la mitología griega, los cuentos beduinos y las divertidas historias hiperbólicas en yidish, y se iba ramificando hasta llegar a los cuentos de los hermanos Grimm y de Andersen y a los suyos, que iba componiendo, exactamente igual que yo, mientras los iba contando. La mayoría de los chicos de la clase aprovechaban la bondad y el despiste del sensible señor Mijaeli para dormirse tranquilamente desde el principio hasta el final de la clase, apoyando la cabeza en el brazo extendido sobre la mesa. Algunos se pasaban notas y jugaban a tirarse pelotas de papel de mesa en mesa: el señor Mijaeli no se percataba, o se percataba y no le importaba. Y a mí tampoco me importaba: él clavaba en mí sus cansados y bondadosos ojos y me contaba solo a mí sus cuentos. O solo a los tres o cuatro que no apartaban los ojos de sus labios: como si ante nuestros ojos esos labios fuesen creando mundos repletos de cosas y nosotros estuviésemos invitados a participar en ellos.

Amos Oz. Una historia de amor y oscuridad:

Tal vez este libro no llegó cuando más lo necesitaba. Los que me leen, aunque sea de tarde en tarde, sabrán que pienso que los libros (como las personas) tienen su momento ideal para aparecer. Me hubiera gustado contar con él bastante tiempo atrás pero, desgraciadamente, eso depende de la suerte y esta vez no la tuve. No obstante, también hay buenas noticias: me ha permitido entender mejor lo que ya he leído y lo que leeré y también ha iluminado algunas de las sombras que a día de hoy nos envuelven.

Es un libro muy duro contado por un adulto con los ojos del niño que fue, pero todo está aderezado de dulzura y amor. Eso lo hace llevadero y, en cierto sentido, aleccionador.

Me he convencido de que debemos ser generosos con los libros e intentar no sólo que se acomoden a nosotros, sino también adecuarnos nosotros a ellos. Esa es otra buena noticia del tiempo: da perspectiva. Malas noticias siempre nos sobran.

Oblivion

La propia omnipresencia de las imperfecciones de la memoria puede fácilmente llevar a la conclusión de que la madre naturaleza cometió un error garrafal al adjudicarnos un sistema disfuncional así.

Daniel L. Schaeter.

El estudio de la memoria es un campo fascinante a la vez que importante pues dependemos para nuestra existencia de algo que, como nos explica Schlaeter, sabemos no funciona todo lo bien que quisiéramos. Olvidar, si bien puede ahorrarnos en ocasiones dolor, suele ser un problema y, cuándo se vuelve crónico, literalmente termina con nuestra existencia.

Pero hoy no pretendo hablar de neurología o de psicología sino de otra forma más artística de enfrentar al olvido. Durante una estancia en Nueva York (¿De ahí su título en inglés?) Astor Piazzolla compuso la que quizás sea su obra más inquietantemente bella en la que intentó, nada más y nada menos, contarnos con música cómo es el olvido.

¿Cómo suena el olvido? Él lo imaginó así.

Marco Bellocchio escogió este tema para la banda sonora de su película Enrico IV que se inspira en una obra de Pirandello. Un actor que interpretaba a Shakespeare tiene un accidente y pierde la memoria. Entonces empieza a creerse el mismo Enrique IV, el personaje que interpretó.

Los que hemos estado cerca de ese monstruo cruel sabemos lo dolorosa que resulta su presencia y lo terribles y desgarradoras que son las consecuencias de sus actos. Eso es lo que nos contó cuando le puso letra a esta pieza Horacio Ferrer, ese poeta de Montevideo que también componía tangos y fue alma mater, entre muchas, de Balada para un loco:

Él es Oblivion, fe del jamás y el no,
Fe brutal
De olvidar por la eternidad.

Él es Oblivion, ley
De la ingratitud,
Hechicero astral.
Matón de la desmemoria
Y el sin recuerdos es Oblivion rey.

Es como un pozo en pasión de enterrar,
Que florece al sangrar
Los estigmas del corazón.
Luz degollada de un tiempo tan feliz
Hoy Oblivion vas a borrarme a mí.

Él, reto agotador, vuelve a cero igual
Lo real, lo mejor, lo fatal.
Él te hipnotiza con dolorosa miel
Del ausente amor,
Para ultimar, ebrio, amargo y vil
El sagrado ayer, Oblivion rey.

Susurrado:
Hoy Oblivion vas a borrarme a mí.

Pero la composición exhala también un profundo aroma a melancolía. Piensen que hay también otro olvido: el que inexorablemente va borrando las huellas de lo que un día fue y ya no será, que antes o después nadie recordará. Ya lo decía aquella canción que me enseñaron en la escuela y que tal vez un día merezca una entrada:

Mais la vie sépare ceux qui s’aiment
Tout doucement, sans faire de bruit
Et la mer efface sur le sable
Les pas des amants désunis

Quizás nuestra historia, nuestra existencia, pueda contarse como una batalla contra ese olvido que supone la muerte, un intento de conservar lo que hemos sido a lo largo de los años y de atesorar el recuerdo de los que hemos tenido cerca aunque ya estén lejos; todo aquello que va conformando nuestro ser día tras día. Se trata de una guerra que sabemos perdida de antemano pero que tenemos la necesidad de librar, al menos, durante el tiempo que nos dejan.

El maestro de Argel

Hijo mío, estudia para que puedas presentarte en cualquier sitio.

Cuenta Gregorio Luri en el prólogo al libro que nos ocupa, que la frase que encabeza esta entrada la pronunció su madre cuando él marchaba hacia un internado al que enviaban a estudiar. Y no puedo más que recordar aquella otra que mi madre tantas veces me repetía: Con buena educación se llega a todas partes. Y el libro trata de todo eso: de formación y educación.

El caso es que estábamos en 2021, y yo en casa convaleciente de una fractura de cadera, sin poder moverme demasiado aún. Compré ese libro en formato electrónico: El deber moral de ser inteligente. No era momento para ir recorriendo los pasillos de las librerías. Y no sólo lo compre, sino que también lo leí. No tiene nada de extraordinario ni merezco aplausos por mi gesta, pero aquello fue una novedad entonces. A pesar de que la mayor parte de mi vida he sido un lector empedernido (una mala costumbre que me inculcó mi padre), me pasé una década incapacitado para leer un libro completo pese a intentarlo repetidamente. Podemos exceptuar a esta afirmación algunos de poesía que, para ser sinceros, nunca acostumbro a leerlos en orden ni de principio a fin de una vez, aunque también a excepciones a esto. Además, lo leí a la antigua usanza, es decir, prácticamente del tirón. No sé si pesó más entonces el libro o la situación, pero ya saben que opino que todo libro precisa de su momento.

El título del libro no es original pues existe al menos otro, una recopilación de ensayos de John Erskine titulado The Moral Obligation to Be Intelligent, pero sigue funcionando y siendo adecuado a su contenido; Luri cuenta que se fijó en esta idea para bautizarlo así (luego lo podrán escuchar). Lo que realmente me llamó la atención y me indujo a meterme en tal berenjenal fue la frase que aparecía al pie de la portada: La igualdad de oportunidades educativas solo es real si se acompaña de exigencia académica. Esa afirmación disparó muchos resortes en ese profesor frustrado que soy (quién sabe si por fortuna), aunque haya terminando dando alguna clase que otra sobre algo que nunca pensé enseñar. Pero eso es otra historia y ahora dejo la palabra al autor, luego volveremos a mis desvaríos:

En los años veinte del siglo pasado había un maestro en Argel. Es altamente probable que hubiera más de uno, pero yo puedo asegurar sin riesgo a equivocarme que uno sí había, y lo digo con el convencimiento de que ningún título te regala la condición de maestro. Eres maestro cuando sabes por qué haces lo que haces en cada minuto de clase.

El maestro al que me refiero era uno de aquellos docentes de la vieja escuela republicana francesa que entendían el magisterio como una misión de acompañar a los alumnos en su tránsito de la condición de hijo a la de ciudadano.

En la clase había un niño huérfano de padre que vivía muy humildemente con una madre analfabeta, un hermano un poco mayor que él y una abuela gruñona empeñada en que los niños comenzaran a trabajar lo antes posible y dejaran de perder el tiempo con los estudios. ¿De qué servía ir a la escuela si estaban condenados a la pobreza? En cas ano había ni un solo libro y, por tanto, se cumplía una de las condiciones que, según los entendidos, están inevitablemente detrás del fracaso escolar.

Aquel niño era tan pobre que sólo tenía un par de zapatos, por lo que debía vivir su pasión por el fútbol desde la ingrata posición de portero. No es que le entusiasmara serlo. Más bien, ocupaba el puesto en el que menos se desgasta el calzado.

Su madre lo había educado para que, sin perder la conciencia de su pobreza, no se rindiera nunca al fatalismo de la miseria y, para ello, tenía que guardar escrupulosamente la dignidad de las formas de vestir, en la higiene y en el cultivo de esa otra virtud tan en desuso hoy que es el agradecimiento,

Era un niño travieso. Le gustaba liberar a los animales de la perrera municipal y tenía los puños siempre a punto por si se veía obligado a plantarle cara a algún matón de patio. Su lengua no era exactamente el francés, sino el pataouète, el dialecto que se hablaba entre los argelinos de origen francés. Pero su maestro lo era de verdad -¿y qué es un maestro sino el amante celoso de lo mejor que pude llegar a ser un alumno?-, y lo ayudó a dejar de ser extranjero en su propia lengua, guiándolo por la fascinación de la palabra bien dicha.

En clase, al terminar las lecciones de la jornada, este maestro les leía a diario, con voz timbrada, el capítulo de una novela. Nuestro niño lo escuchaba con la imaginación encendida y se llevaba sus imágenes a casa para rumiarlas despacio. Cuando terminó los estudios primarios, fue ese maestro quien le consiguió una beca para poder cursar bachillerato, El día que se presentó al examen de acceso, se lustró bien los zapatos de portero hasta dejarlos relucientes. Se puso su ropa humilde y limpia y se dirigió al instituto donde se hacían las pruebas. Se sorprendió mucho al ver que su maestro lo estaba esperando con un cruasán en la mano, por si no había desayunado bien aquella mañana.

Ese maestro se llamaba Louis Germain. Treinta años después, a finales de noviembre de 1957, recibió una carta procedente de París. Era de su alumno, al que le habían concedido el premio Nobel de Literatura, y decía así:

Estimado Monsieur Germain:

He dejado que se apagara un poco el ruido que ha estado rodeándome todos estos días antes de ponerme a hablar con usted con sinceridad. Me acaban de hacer un gran honor que yo no solicité ni pedí. Pero al enterarme, mi primer pensamiento, después de dirigirlo a mi madre, fue para usted. Sin usted, sin esa mano amorosa que tendió a aquel niño pobre que yo era, sin su enseñanza y su ejemplo, nada de esto hubiera sucedido,

Le abrazo con todas mis fuerzas.

No quiero dar demasiada importancia a este honor, Pero me ofrece, al meno, la oportunidad de decirle todo lo que usted ha supuesto y aún supone para mí, y para asegurarle que su esfuerzo, su trabajo y el entusiasmo que siempre puso de manifiesto permanecen todavía vivos en uno de sus pequeños alumnos, que, a pesar del tiempo transcurrido, nunca ha dejado de ser su discípulo agradecido,

Albert Camus

La historia que nos cuenta Luri no acaba aquí y tampoco lo hace la conferencia en cuestión. No les he dicho aún que el libro es una recopilación de ellas aunque quizás lo hayan sospechado; eso hace que muchas ideas se vayan repitiendo a lo largo del texto, pero eso también puede ser una virtud. Por cierto, si les apetece, aquí tienen otra para escucharla en la que habla de algunos delos temas que se abordan en el libro:

Confieso que durante la mayor parte de mi vida he confiado poco en los pedagogos, los que se cruzaron en mi camino me parecían unos idealistas que vivían alejados de los problemas reales que presentan tanto la educación como la instrucción. Pero este señor muestra un discurso en el critica las mismas cuestiones que yo me planteaba, así que tal vez sólo he tenido mala suerte en esto.

De niño pensaba que no iba a la escuela a que me educaran, sino a que me instruyeran. A mí me educaban en casa, en eso si que fui afortunado. Aunque me sigue gustando distinguir estas dos cuestiones, hoy entiendo mi ingenuidad y sé que es imposible separar ambos asuntos. De la misma manera, es muy difícil (tal vez imposible) no adoctrinar al abordarlos. Todo es francamente complicado si lo analizan bien y es algo que debe tenerse claro para evitar falsas expectativas.

Los logros en educación, y me refiero en concreto a aquellos que se pretenden en los centros que denominamos educativos y que afectan a la inmensa mayoría de la población como conjunto, requieren de mucho esfuerzo; desde mi punto de vista, el camino empezaría con la toma de conciencia de la magnitud del problema y con el fomento del espíritu crítico propio y ajeno. Luri hace hincapié en la atención y también tiene mucha razón al destacarlo, si no prestamos atención no podemos aprender ni siquiera entendernos entre nosotros. A día esto nos parece a muchos un asunto aparcado, olvidado (quizá a sabiendas) por el sistema sociopolítico imperante, pero puede que no sea más que la ingenuidad de los que cumplimos años que, no lo duden, también existe.

Libros como éste se vuelven necesarios para lo primero y útiles para fomentar lo segundo y puede que lo tercero, no está de más dedicarles un rato y leerlos. Si no tienen tiempo u ocasión, escuchen la charla que les adjunto, ni siquiera tienen que molestarse en mirarla, y luego dediquen un rato a pensar en todo esto, quién sabe si después se animarán con el libro.

Tengo claro (y no tengo muchas cosas claras) que la educación y el conocimiento son necesarios para mejorar el mundo; sin entender lo que pasó, lo que podrá venir y hasta dónde podremos llegar probablemente como sociedad lo pasemos mal más pronto que tarde. A día de hoy tengo serias dudas sobre si es posible conseguirlo a gran escala, pues quizás muchos no estén dispuestos a invertir el esfuerzo necesario y a algunos les viene muy bien que así sea; he visto mucho utilitarismo en este mundo y la ley del mínimo esfuerzo parece tan poderosa como el segundo principio de la termodinámica. A lo largo de mi vida me he enfrentado muchas veces a una pregunta que me molesta especialmente: ¿Y eso que haces para qué te sirve? Parece que todo precisara de una necesidad material inmediata cuando, al final, el camino suele ser más importante que el destino. O puede que, triste y simplemente, no sepamos cómo convencer al mundo de su importancia. Por favor convénzanme, aunque sólo sea un poco, de que estoy equivocado.

Sirva esta entrada de agradecimiento a un libro que me devolvió la buena costumbre de leer libros enteros (ahora de tres en tres, como antaño) y espero que también de algo más aunque ya mi cabeza confunda los días en los que vive…

De prólogos y prefacios

Con esto en mente, me he quitado la bata blanca, he abandonado los hospitales donde he pasado los últimos veinticinco años y me he dedicado a investigar las vidas de mis pacientes tal como son en la vida real, sintiéndome en parte como un naturalista que estudia extrañas formas de vida; en parte como un antropólogo, o un neuroantropólogo que realiza un trabajo de campo, aunque casi siempre como un médico que visita a domicilio, unos domicilios que están en los límites de la experiencia humana.

Oliver Sacks.

Tengo que confesar mi adicción a los prólogos y los prefacios, esos textos que aparecen al principio de los libros, de la pluma de su autor o de la estrella invitada de turno. Es raro el ejemplar que acaba a casa sin haberlos leído antes de llegar y, si lo entregan por correo, lo más frecuente que haya ocurrido lo mismo antes de que alcance a descansar por primera vez en un estante,

Son textos que sirven de carta de presentación, de declaración de intenciones de lo que viene a continuación. Incluso los hay que son despedidas, cuando el autor siente que no habrá más libros que sigan al presente. El Pórtico de Rafael Guillén viene a ser una suerte de prefacio en verso a sus Últimos poemas. ¿Recuerdan?

Quisiera que tú misma,
sin saberlo,
excavases en tus profundidades
y encontrases los huesos
resplandecientes de un dolor
que es el mío, no sé,
quisiera,
tal vez, sólo decirte
lo que nunca sabré
decirte.

He comprado libros influenciado por el autor del prólogo o por su lectura. Y también los hay que me han enseñado más en esas pocas páginas que en todo el resto de la obra.

Hoy he escogido para escribir estas líneas el prefacio de un libro de mi biblioteca y no es casual que sea precisamente éste. Unas de las razones las expondré ahora y las otras, tal vez alguien las recuerde.

Oliver Sacks quizás sea el principal culpable (hubo más, pero eso es otra historia o varias de ellas) de que un día decidiera estudiar psicología; en sus libros encontré toda una jungla de estados mentales que me sentía empujado a explorar, de apreciar cómo surgen metamorfosis por culpa de tumores invasivos, enfermedades degenerativas o desgraciados accidentes a los que los humanos se tienen que enfrentar. Estados alternativos del ser, como él los llama. Llegó el día que me topé con situaciones así, dolorosamente más cercanas de lo que nadie querría encontrarse.

Además me mostró los motivos por lo que las inquietudes de mi pensamiento necesitaban un cambio de aires. Muchas veces se encuentran el los libros ajenos las razones propias, sólo hay que ser capaces de reconocerlas. Concretamente, en el prefacio que nos ocupa, los pone en boca de uno de mis personajes literarios favoritos: el padre Brown. Seguro que yo había leído con anterioridad el párrafo que sigue (leí todo lo que Chesterton le escribió), pero no era su momento. Como he escrito alguna vez por aquí (creo), los libros y las personas requieren de su momento justo y, tal vez, de su lugar preciso. Aunque sea uno de esos no lugares de los que Augé nos habla.

La ciencia es una gran cosa cuando la tienes a tu disposición: en su sentido real es una de las palabras más grandiosas del mundo. ¿pero a qué se refieren estos hombres, nueve de cada diez veces, cuando la utilizan hoy en día? ¿Cuando dicen que la investigación es una ciencia? ¿Cuando dicen que la criminología es una ciencia? Se refieren a salir del hombre, a estudiarlo como si se tratara de un gigantesco insecto; en lo que ellos llaman una luz imparcial; en lo que yo llamaría una luz deshumanizada. Se refieren a alejarse un gran trecho de él, como si fuera un lejano monstruo prehistórico; observar la forma de su «cráneo criminal» como si se tratara protuberancia misteriosa, como un cuerno que hay en el hocico del rinoceronte. Cunado un científico habla de un sujeto, nunca se refiere a sí mismo, sino siempre a su vecino; probablemente a su vecino más pobre. No niego que esa árida luz pueda ser de utilidad alguna vez; aunque en cierto sentido es el mismísimo reverso de la ciencia. Tan lejos está de ser conocimiento que de hecho es la supresión de lo que conocemos. Es tratar a un amigo como a un extraño y fingir que algo familiar es realmente remoto y misterioso. Es como decir que un hombre tiene una trompa entre los ojos, o que una vez cada veinticuatro horas cae en un arrebato de insensibilidad. Bueno, lo que llamas «el secreto» es exactamente lo opuesto. No intento salir del hombre. Intento adentrarme en él.

G.K. Chesterton. El secreto del padre Brown.

Hay más paralelismos que he encontrado en la obra de Sacks, tanto físicos como intelectuales; incluso en este mismo prefacio aparece alguno. No creo que sea un hecho extraordinario, probablemente el mundo esté lleno de vidas paralelas más allá de las de Alejandro y César.

Ahora contemplo, no sin cierta melancolía, la deriva que van experimentando tanto mi biblioteca como mi pensamiento. Sí, yo también me voy metamorfoseando y, afortunadamente, he alcanzado con los años la perspectiva de tiempo suficiente para apreciarlo y, por qué no, disfrutarlo.

A día de hoy no puedo más que reconocer que soy digno hijo de mi padre. En algún lugar su recuerdo me dice: – ¿Ves cómo yo tenía razón?

– Sí papá, pero quizás no en todo. Bueno, ya veremos, tiempo al tiempo…

Por cierto, por si tienen curiosidad y no lo han adivinado, el libro del que les he estado hablando entre desvaríos es Un antropólogo en Marte, cercano a aquel El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Quizás podrían leerlo y visitar así esa jungla en la que habitan personas que intentan, con los medios que les quedan, reponerse a la tragedia.

Si es que no lo han hecho ya…

Come Away With Me

Come away with me in the night
Come away with me
And I will write you a song

Come away with me on a bus
Come away where they can’t tempt us, with their lies

And I want to walk with you
On a cloudy day
In fields where the yellow grass grows knee-high
So won’t you try to come

Come away with me and we’ll kiss
On a mountaintop
Come away with me
And I’ll never stop loving you

And I want to wake up with the rain
Falling on a tin roof
While I’m safe there in your arms
So all I ask is for you
To come away with me in the night
Come away with me

Descubro por casualidad que el disco al que da título esta canción cumple hoy 20 años. Dos décadas ya escuchándolo y, muchas veces, usándolo para volver a un tiempo que quedó atrás pero que de algún modo permanece. ¡Felicidades!

HOJAS VERDES

COMO vive el recuerdo
de la casa infantil donde aprendimos
la lección del verano,
yo conservo la imagen de aquel día,
soñado en realidad,
pero después vivido tantas veces.

Y se mantiene firme
en las borrosas claridades,
aquel día de abril
con techos altos y paredes blancas,
erguido al fondo de los almanaques,
sus balcones azules frente al azul del mar
y la hiedra en la tapia,
de un ver de joven, casi húmedo,
igual que las pinturas de las vigas.

A las ventanas suben
el olor de la orilla
y los murmullos del naranjo,
mientras el aire sensitivo
se mezcla con la luz o con la luna,
dibujada en el cielo por la mano del tiempo,
perfecta como un número sin sombras.

Aquella fecha renovó el tejado,
barnizó sus esquinas contra el óxido,
cambió el cristal partido por el viento
y defendió su hermosa silueta
de cifra solitaria
a finales de abril,
en una elevación del litoral
o de los calendarios.

Agradezco la calma de su respiración,
la tímida hermandad de historia y de inocencia,
esta melancolía de brillos optimistas
que conoce las grietas
de los amaneceres de invierno
y resiste en las tapias del jardín,
breve sueño del mundo,
imagen de aquel día
encendido en mitad de la tormenta.

Agradezco que siga poblando el horizonte,
aunque nadie la habita
y aunque yo nunca pueda visitarla.

Luis García Montero, La intimidad de la serpiente (2003).

Un núvol blanc

El hombre se hace de las lágrimas y no de las sonrisas, y una vez hecho, no debe esconder nunca la sonrisa.

Miguel Najdorf.

Senzillament se’n va la vida, i arriba
com un cabdell que el vent desfila, i fina.
Som actors a voltes,
espectadors a voltes,
senzillament i com si res, la vida ens dóna i pren paper.

Serenament quan ve l’onada, acaba,
i potser, en el deixar-se vèncer, comença.
La platja enamorada
no sap l’espera llarga
i obre els braços no fos cas, l’onada avui volgués queda’s.

Així només, em deixo que tu em deixis;
només així, et deixo que ara em deixis.
Jo tinc, per a tu, un niu en el meu arbre
i un núvol blanc, penjat d’alguna branca.
Molt blanca…

Sovint és quan el sol declina que el mires.
Ell, pesarós, sap que, si minva, l’estimes.
Arribem tard a voltes
sense saber que a voltes
el fràgil art d’un gest senzill, podria dir-te que…

Només així, em deixo que tu em deixis;
així només, et deixo que ara em deixis.
Jo tinc, per a tu, un niu en el meu arbre
i un núvol blanc, penjat d’alguna branca.
Molt blanc…

Lluís Llach

Low Mist

Se insinúa la noche. La festiva
polvareda se va posando entre los setos
del arrayán. Los niños, poco a poco,
desaparecen. Ya tan sólo queda
lo que fue tu presencia, lo que sigues
siendo tú, ni siquiera polvo ya,
pero que justifica
la inmensidad del cosmos.

Rafael Guillén

Melancholy

Leyendo un libro, un día, de repente,
hallé un ejemplo de melancolía:
Un hombre que callaba y sonreía,
muriéndose de sed junto a una fuente.

Puede ser que, mirando la corriente,
su sed fuera más triste todavía;
aunque acaso aquel hombre no bebía
por no enturbiar el agua transparente.

Y no sé más. No sé si fue un castigo,
y no recuerdo su final tampoco
aunque quizás lo aprenderé contigo;

yo, enamorado, soñador loco,
que me muero de sed y no lo digo,
que estoy junto a la fuente y no la toco.

Soneto con sed. José Ángel Buesa

Me basta así

Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría
un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
-de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso-;
entonces,

si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo, mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando -luego- callas…
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta.)

Pedro Guerra le puso música a varios poemas de Ángel González en el disco La palabra en el aire (2004).